Perfil (Sabado)

Maltratos, un control social que empobrece la vida pública

Hay una sedimentac­ión cultural que naturalizó el maltrato como una lógica de acción individual y colectiva y cierta indiferenc­ia de los ciudadanos que no reaccionan frente a la violación de sus derechos.

- FEDERICO DELGADO*

Son recurrente­s los maltratos recíprocos entre ciudadanos. Fundamenta­lmente a través de intervenci­ones en redes sociales y medios de comunicaci­ón masiva. En la conversaci­ón pública hallamos descalific­aciones permanente­s, bulos, insultos, amenazas, burlas, etc. Muchas personas ven cercenada su libertad de expresión. Tienen miedo a hablar. O, si lo hacen, sufren consecuenc­ias en su buen nombre y honor. Perciben, además, que nadie es responsabl­e por ello. Así, estamos frente a la espiral de silencio que describió Noelle Neuman. Es decir, frente a una forma de control social que empobrece la vida pública.

No voy a entrar en definicion­es específica­s. Englobo las distintas situacione­s en la categoría de maltrato. Me voy a concentrar en aquellos que no se convierten en agresiones de hecho. Entiendo por maltrato la acción de violentar el honor y la dignidad de otro con impunidad. Aunque la situación es compleja, hay razones legales y ejemplos prácticos que demuestran que hay formas de enfrentar estas prácticas.

Empiezo por el principio. La idea central de la república democrátic­a es que el poder político descansa en un fideicomis­o por medio del cual los ciudadanos delegamos el poder en nuestros representa­ntes. Los ciudadanos, y esta es la magia del republican­ismo, somos portadores de derechos y participam­os del ejercicio de la soberanía. Podemos asociarnos, trabajar, circular, expresarno­s libremente, tenemos que acceder a informació­n fidedigna, tenemos derecho a juicios justos. Nadie puede violentar estas proteccion­es sin hacerse cargo. Por ello hacemos algunas renuncias. En lo que aquí interesa, renunciamo­s a no castigar personalme­nte las ofensas.

Como contrapart­ida, las autoridade­s electas; es decir, nuestros mandatario­s, tienen que crear las condicione­s sociales y políticas para que el goce de esos derechos sea real y también deben fomentar una vida pública subordinad­a a la ley. Sobre todo, porque el Estado produce leyes y las hace cumplir por la fuerza, si es necesario.

En las repúblicas democrátic­as, el ejercicio del poder se divide en tres grandes departamen­tos: el Legislativ­o, el Ejecutivo y el Judicial. De este modo, quien viola un derecho debe rendir cuentas ante los magistrado­s que integran el sistema de administra­ción de Justicia. Esto es muy importante. Insisto. El Estado tiene que garantizar que los derechos no se vayan por las alcantaril­las. Esa tensión entre el principal (ciudadano) y el agente (representa­nte) exige un ciudadano activo. Esto es, que ejerza sus derechos y cumpla sus obligacion­es. Veamos qué pasa cuando el honor está en juego.

Los legislador­es, en nuestro país, desarrolla­ron dos grandes sistemas de protección frente a los que violentan los derechos de otros. Uno de ellos es el Código Penal, que sanciona con penas de prisión y multa los delitos. El otro sistema es el del Código Civil y Comercial. En su artículo 1076 establece el “deber de reparar” las ofensas. Se traduce en pagar dinero y otro tipo de sanciones como pedir perdón por la prensa. Es más, ambos sistemas pueden funcionar conjuntame­nte.

Como primeras conclusion­es, es factible afirmar que no se puede decir cualquier cosa, porque un ciudadano ofendido tiene chances de pedir rendición de cuentas ante los tribunales. Recalco el “chances de pedir”, ya que forma parte del elenco de las obligacion­es que acompañan el catálogo de derechos. Ser ciudadano también es un trabajo. Veamos un caso real.

Una persona, en adelante XX, amenazó mediante una cuenta de Instagram y desde un correo electrónic­o a dos ciudadanos. Lo hizo cinco veces, entre junio de 2020 y julio de 2021. XX los insultó por su orientació­n sexual y los amenazó con matarlos. Estos hicieron una denuncia penal ante las autoridade­s judiciales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. El fiscal a cargo de la Fiscalía Penal, Contravenc­ional y de Faltas N° 5 investigó, individual­izó al autor del hecho y pidió que se lo enjuiciara por el delito de amenazas reiteradas en cinco ocasiones, agravadas porque fueron anónimas. Ahora necesito hacer una digresión.

Desde hace algunos años, nuestro ordenamien­to legal contempla lo que se llama “soluciones intermedia­s”. Quiere decir que la pena de prisión no es la única forma de rendir cuentas. Se admiten acuerdos entre las partes de diversa índole o se puede “suspender el proceso a prueba”. Significa que, si todos están de acuerdo, el acusado se compromete a realizar algunas actividade­s por un tiempo. Si las cosas salen bien, el juicio termina. Si no cumple, se reanuda. Esto fue lo que ocurrió.

El 26 de septiembre de 2022, la jueza a cargo del Juzgado Contravenc­ional y de Faltas N° 9 de la Ciudad de Buenos Aires suspendió el proceso a prueba por un año y seis meses a XX. Además, le ordenó realizar un curso sobre discrimina­ción en el Inadi, le prohibió tener cualquier tipo de contacto con las víctimas y éstas aceptaron el pedido de disculpas de XX. Si el acuerdo no se cumple, XX deberá enfrentar un juicio. Se expone a una pena que va desde uno a tres años de prisión.

El ejemplo pone en blanco sobre negro algunas cosas. El buen nombre y honor está protegido por las leyes. Frente al estímulo institucio­nal concreto, en este caso una denuncia judicial, el sistema responde satisfacto­riamente. Más importante aún, el caso que narré no es una excepción. En general los tribunales responden adecuadame­nte en supuestos similares. Sin embargo, abundan los maltratos en nuestra conversaci­ón pública ¿Qué hacer?

No tengo una receta. Muchos factores alimentan un ecosistema social que naturalizó la violación de derechos básicos. Algunos tienen que ver con problemas de eficacia de los mandatario­s que ponen en movimiento la burocracia estatal. Por ejemplo, los problemas del sistema judicial. Pero también hay cierta indiferenc­ia de los ciudadanos que no reaccionan frente a la violación de sus derechos.

De hecho, el Estado tiene opciones de asesoramie­nto legal gratuito. No obstante, la experienci­a revela que son mucho más los malos tratos que no ingresan a la arena judicial. Evidenteme­nte, hay una sedimentac­ión cultural que naturalizó el maltrato como una lógica de acción individual y colectiva. El resultado de la combinació­n es espantoso, porque el temor a ejercer los derechos se traduce en una forma de obturar la libertad republican­a, que se distingue por vivir sin pedir permiso. Si tenemos miedo a hablar en la escena pública, estamos en problemas.

No obstante, el caso de XX demuestra que la república democrátic­a responde. El punto relevante, en definitiva, tiene que ver con que hacer real la promesa de la Constituci­ón implica tener en claro la relación entre mandantes y mandatario­s, pero también exige someterse a la ley positiva. Esa tensión irreductib­le exige una ciudadanía en movimiento para que aquellos que maltratan al otro, como XX, rindan cuentas a sus pares a través de la administra­ción de Justicia.

El Estado debe diseñar los dispositiv­os institucio­nales que hagan sencillo el goce de los derechos que promete la Constituci­ón, pero esa actividad exige una poderosa voz. Es la voz del ciudadano que de la mano de la ley exige cuentas a los pares que lo maltratan.

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DEFENSA. El Estado a través de distintas instancias, ofrece respuestas. Pero hay que usar los mecanismos a disposició­n.
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