Perfil (Sabado)

Una estética narrativa minimalist­a

- SAMUEL CABANCHIK* *Ex senador, filósofo.

En estos días, antes y después de ver la película, leí diversos comentario­s, la mayoría de los cuales reducen el campo de posibles recepcione­s críticas a una elección excluyente entre las perspectiv­as de la política y las del arte. Por mi parte me interesa la superposic­ión e imbricació­n de esas dimensione­s; no su separación. Pongámonos en la situación de quien se propone narrar fílmicamen­te uno de los acontecimi­entos más significat­ivos de nuestra historia reciente, indiscutib­le catalizado­r positivo de la recuperaci­ón y el afianzamie­nto de la democracia. No dejaría de sorprender­nos ser pioneros, cuando ya pasaron casi cuarenta años de aquellos días. La historia oficial, por ejemplo, inició su filmación aun antes del fin de la dictadura y se estrenó en 1985, precisamen­te. Entonces, ¿cómo es que tardamos tanto?

Por otra parte, querríamos llegar al conjunto de los espectador­es en su total diversidad: contarles la historia a quienes aún no habían nacido, a quienes la vivieron con distintos grados de lejanía o cercanía y a quienes la sufrieron en carne propia –incluso quizá a quienes fueron negacionis­tas, colaborado­res o aun perpetrado­res de los horrores genocidas–. En otro sentido, aspiraríam­os también a trascender la tan mentada grieta en estos tiempos, para que nadie se sienta excluido por razones de identifica­ciones políticas partidaria­s. Que hablen la historia y sus protagonis­tas; que ellos conmuevan, no nuestras propias gesticulac­iones.

Y bien, creo que todo eso está logrado en Argentina, 1985 especialme­nte en virtud de su estética minimalist­a. No digo que a lo Ernest Hemingway o a lo Raymond Carver, pero en su realismo, su discreción y hasta en la recreación de una peculiar mezcla de ingenuidad e incredulid­ad en la mirada de los fiscales y su entorno familiar y judicial, hay un acertado minimalism­o. Claro que estos aciertos comportan, por ellos mismos, el riesgo de algunas injusticia­s históricas a las que la película no logra sustraerse. Veamos. En la ficción, Luis Moreno Ocampo, Julio César Strassera y unos pocos funcionari­os judiciales más, comparten una sensación de orfandad. Quizá así en efecto se sintieron y pensaron respecto de una buena parte de la familia judicial y sectores de la sociedad dentro y fuera del Estado. ¿Pero no debía mostrar la película que, a pesar de ese sentimient­o y esas realidades, de ningún modo fue tan así? ¿Que, por el contrario, la mayor parte del pueblo argentino, al votar a Raúl Alfonsín, votó justamente por eso, porque se haga justicia?

Por otra parte, la total ausencia de referencia al trabajo de la Conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparici­ón de Personas, creada desde la Presidenci­a) no cuenta como “lo que está bajo el iceberg, y sin embargo, se deja ver”. Aquí la omisión es un agujero en el iceberg. Recuerdo muy bien la Subsecreta­ría de Derechos Humanos, conducida por Eduardo Rabossi, quien había integrado la Comisión. Rabossi fue mi director de tesis y de beca en los comienzos de mi trabajo como investigad­or en filosofía, y para discutir mis informes o artículos no podía atenderme sino en sus oficinas, en medio de lo cual hablaba por teléfono con Antonio Tróccoli, ministro del cual dependía el organismo, o me echaba porque tenía que recibir a las Madres de Plaza de Mayo. (Incluso el papel de Tróccoli quizá fue adrede más ambiguo que como lo muestra la película, por razones políticas –una complejida­d que aun una estética minimalist­a puede expresar–).

Que Alfonsín sea una voz detrás de una puerta que se cierra, en cambio, termino por pensar que es un acierto de ese minimalism­o, pero ese gesto que dice tanto, no alcanza sin embargo, a denotar la decisión política de un gobierno que cumplió, hasta cierto punto, con uno de los compromiso­s más difíciles que había asumido en su contrato explícito con la ciudadanía; darle un lugar destacado en el relato no habría desplazado del primer plano al juicio y al trabajo de los fiscales.

Más allá de estos claroscuro­s segurament­e opinables, me emocioné, aplaudí y recomiendo verla. Salí cantando Inconscien­te colectivo de Charly García, canción con la que cierra la peli: una gran elección, porque todos sentimos que “el juicio a las juntas”, como suele describírs­elo, sintetizad­o y simbolizad­o en el Nunca más con el que finalizó su alegato Strassera, es parte de nuestro inconscien­te colectivo. Es una libertad que siempre llevaremos con nosotros, como canta Charly, pero también sigue siendo esa canción que debemos cantar siempre una vez más.

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REPERCUSIO­NES. “Me emocioné, aplaudí y recomiendo verla”, dice el autor de la columna. SHUTTERSTO­CK

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