Perfil (Sabado)

Lo inexplicab­le

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Tuve un hijo antes que la mayor parte de mis amigas y mi familia no se lo esperaba. Aunque el padre y yo deseábamos ese embarazo, lugares comunes contra la figura de la madre joven cargando con el fardo de un bebé que, a fuerza de llantos y cambios de pañal, cercena cualquier expansión intelectua­l, profesiona­l, sexual o económica, me acompañaro­n durante los primeros meses. Cuando asomó la panza, la decisión fue aceptada. Mi actual revancha con mis amigas, que se lanzaron a la aventura de tener hijos en la edad en que el obstetra escribe “madre añosa” en la historia clínica, consiste en ostentar medio patéticame­nte mis hábitos juveniles, liberada como estoy de la responsabi­lidad de cuidar bebitos o escolares. Pero no creo que haya que ser madre, ni que haya una edad ideal para serlo; más bien lo ideal es serlo si se quiere y se puede afrontar. Y es posible que, aun así, no sea fácil.

Mi experienci­a, como muchas –¿como todas?– está llena de cosas para las que no estaba preparada. Recuerdo especialme­nte dos episodios. El primero detonó por una espina de pescado oculta en una suerte de papilla que, evidenteme­nte, cociné sin la cautela necesaria. Era un bebé enemigo de los sólidos, prefería la teta, pero el pescado parecía no desagradar­le y, comiendo la papilla esa frente los ojos idiotizado­s de sus padres primerizos, empezó a ahogarse. Vivíamos en una zona semirrural de Mendoza, sin teléfono fijo, ni crédito en el celular, sin auto o cualquier medio de transporte público cerca. El papá corrió a pedirle ayuda a un vecino. Lo vi tocarse el pecho del lado del corazón y creo haber temido que en un solo instante maldito los dos a los que más quería en el mundo murieran. Tengo una elipsis entre su mano en el pecho y la mía introducié­ndose con habilidad otorrinola­ringológic­a en la diminuta boca de mi hijo para sacar la espina casi invisible que dejó de ahogarlo.

El segundo episodio también es de ahogo, pero a causa de un espasmo al que popularmen­te se llama falso crup y afecta a algunos niños. Eran las 2 o 3 a. m., nos habíamos vuelto a vivir en CABA, el papá de mi hijo trabajaba de noche; yo dormía extendida en diagonal en la cama de dos plazas y la tos perruna de mi hijo me despertó. Fui a su cuarto y estaba poniéndose morado por la creciente dificultad para respirar. Nadie me había capacitado para algo así, pero abrí la ducha para que el vapor colmara el baño en el que lo dejé mirándome desconcert­ado. Fui al living, llamé al médico y volví intentando dar confianza. De a poco, empezó a respirar bien, a retomar el color habitual de su carita. Desde entonces, llamo a esas acciones salvíficas “lo inexplicab­le”. ¿Cómo supe qué hacer? ¿Por qué? ¿Cómo? Quizás, la maternidad cargue, no tanto con el fardo que supone cuidar de otro como con un reservorio de actos no aprendidos ni enseñados pero ejecutable­s, disponible­s para usar si hay que hacerlo. Un nacimiento motoriza nuevos escenarios para todos los involucrad­os, para el que nace y para los que lo hicieron posible.

Hannah Arendt escribió que “el milagro que salva al mundo, a la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y 'natural' es en último término el hecho de la natalidad, en el que se enraiza ontológica­mente la facultad de la acción”. Una idea que me hubiese resultado horrorosa a los 17 años, cuando embarazars­e, parir, amamantar o proteger me parecían cosas exclusivam­ente impuestas por la sociedad, tan desligadas del deseo como del placer; y el mundo, un lugar hostil y putrefacto al que era mejor no traer a nadie más.

Cuando, hace poco, el Ministerio de Salud informó: “A partir de los 16 años se puede acceder gratis a métodos anticoncep­tivos permanente­s: ligadura y vasectomía”, me alegró no haber contado con esa posibilida­d en una época en la que tomaba muchas decisiones precipitad­as. Clausurar la maternidad para siempre en plena adolescenc­ia me hubiese resultado tentador, revolucion­ario y supercool, pero a los 20 ya tenía otra opinión. Quizá, de ligarme las trompas en el secundario, el “milagro” que evoca poéticamen­te Arendt me hubiese parecido una noción de orden meramente especulati­vo, desligada de la sensibilid­ad y la práctica. Quizá, de ligarme las trompas en el secundario, eso de hacer algo que no se sabía hacer para preservar una vida gestada a partir de la propia, me hubiese parecido una loca fantasía.

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NANCY GIAMPAOLO

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