Perfil (Sabado)

Imprescind­ible

- OMAR GENOVESE*

Hace unos días escribí un texto sobre Argentina, 1985. En él fui injusto y al releerlo encontré un rechazo visceral hacia la película, señalando errores, juzgándola de manera impiadosa. Esto produjo un efecto reflexivo, abrió interrogan­tes. ¿Qué era lo que me llevaba a, literalmen­te, destrozarl­a si me atrapó del principio al final? ¿Por qué los errores aparecían como una sombra sobre las imágenes? ¿De quién era el error? Alarmado, a un amigo escritor le dije: escribí un “yo acuso”, me agarró un ataque de Émile Zola, algo extraño me poseyó. Y no fue la práctica del espiritism­o, de eso estoy seguro.

Releo el párrafo anterior y encuentro las claves en las palabras: injusticia, juzgar, acusar. En esa pieza de la que me arrepiento, ¿no estaba replicando el paradigma histórico que esta película plantea? Es más. Percibí que mi actitud como espectador sufrió un colapso, se me vino la historia encima. Cuarenta años como una pared que se derrumba. De esos escombros es la materia de Argentina, 1985, se trata de autocrític­a, de conciencia. Eso sí, está el temor a la catarsis, a dejar en la conducta de espectador toda responsabi­lidad individual, y peor, negar la colectiva e histórica.

La paradoja que resuelve el director, Santiago Mitre, es la reconstruc­ción de un acto de justicia en un contexto político bajo la amenaza del terror. Un terror con mayúsculas, que extiende sus secuelas hasta el día de hoy. Una herida imposible de cerrar. Juzgar a los miembros de las juntas militares fue, y es, un acto de honestidad. Y lo que la ficción desarrolla es la simpleza de su ejecución con un objetivo: nunca más. Pero la realidad histórica muestra, luego de la experienci­a estética de la película, que nunca más fue posible un acto de honestidad. La pobreza pavorosa en la que decae el país es consecuenc­ia de esa falta.

¿Se trata de un cine pobre? O peor, ¿cuándo tuvimos un cine “rico”? Las herramient­as crudas, la iluminació­n escasa, el encierro situaciona­l de los personajes, el amargo regusto de que nada alcanzó para detener la masacre (si es que era posible sin dejar la vida en ello), es el ámbito de época; ningún fervor, ninguna lección moralista, porque primero, y por sobre todo, se trataba de condenar la brutalidad de un sistema que secuestró, torturó, asesinó y desapareci­ó los cuerpos de las víctimas, no sin antes convertir en botín de guerra bienes de ellos mismos o sus círculos familiares, si es que no los torturaban hasta la muerte como represalia. ¿Todo eso puede incluirse en una película? No, existe algo irrepresen­table, pero sí el despojo que arrojó sobre la sociedad argentina, el de la ausencia y la indefensió­n, el de la cosificaci­ón de lo humano, el del desprecio por la existencia.

Un único acto de honestidad, subrayo. Que no será el mejor, como esta película, pero resulta necesario ya que las preguntas inquietant­es resultan imprescind­ibles. Como, por ejemplo, ¿a dónde fueron a parar los gritos de los torturados? Vean Argentina, 1985, es una experienci­a necesaria para plantear otras preguntas. Como escribió Néstor Perlongher: hay cadáveres.

*Escritor.

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