Adiós al matrimonio, bienvenidas las “relaciones tóxicas”
Si la imagen tradicional para el matrimonio podía ser “un roto para un descosido”, en nuestra época más bien podría recordar el cartel de una zapatería: “Pares sueltos en liquidación”.
La definición básica de un vínculo está en reconocer que somos quienes somos a partir de otro. No se trata de creer que somos y, luego, nos vinculamos; más bien es “en el vínculo” que nos convertimos en nosotros.
En un vínculo, devenimos con el otro. Y esto es tan importante que llega incluso a valer para situaciones extremas, como la de enfermar. Por ejemplo, es algo llamativo que en casos de mucho estrés (como ir a una guerra) las personas no desarrollan síntomas físicos; de nuevo en sus casas y con sus seres queridos es que algunos ex combatientes se hicieron eco de las terribles experiencias que vivieron.
Por lo tanto, el pensamiento vincular confronta con una paradoja, porque implica tener que dejar de lado la causalidad lineal: antes de pensar que un vínculo enferma, también cabe preguntarse si en ese vínculo no están dadas las condiciones para que alguien pueda enfermar saludablemente.
Nuestra época es profundamente antivincular. Culturalmente se ofrecen diagnósticos del otro, pero casi nunca se piensa en el vínculo. Si sufro con el otro, es porque el otro hizo tal o cual cosa. “Es tóxico/a”, se dice. Esta orientación antivincular no solo es trivial y ofrece pocas chances de reflexionar sobre la complejidad de las interacciones humanas; también es estigmatizadora y reproduce involuntariamente una premisa vincular, aunque la desconoce: la búsqueda de chivos expiatorios.
Negarse al pensamiento vincular es empobrecer las formas de análisis de la realidad. En otro orden de cosas, también es preciso pensar vínculos concretos, situados y con roles propios. Por ejemplo, hasta hace un tiempo en el terreno de las relaciones amorosas existía la figura del matrimonio como institución para asegurar los vínculos. Por supuesto, esto no significa que las parejas hayan dejado de ir al registro civil, a las iglesias o templos. El punto es que ya no parecen tener demasiado sentido las nociones de marido y esposa.
Marido y esposa son roles vinculares. ¿Qué quiere decir ser un marido? Es poner en el otro el lugar de la verdad. “Vos sos mi verdad”, dice un marido. Aunque es claro que puede ser que tanto sea la verdad la esposa, que el marido prefiera no escucharla. En efecto, esta es la forma habitual de practicar este rol: el marido se queja de la voz continua de la esposa, o bien cada tanto se apropia de lo que ella dice como si hubiera sido idea suya.
Aquí tengo que hacer una aclaración. Cuando hablo de maridos, me refiero sobre todo a varones. Y, en particular, a varones de los que suele decirse que son “obsesivos”. Es que, para ser francos, quizá la obsesión sea una neurosis propia de la época en que los varones estaban destinados a ser maridos. Dicho de otra manera, solo en el contexto general de una sociedad matrimonial es que tiene sentido hablar de neurosis.
Porque, ¿qué es una esposa? Es quien hace de su pareja el lugar de un saber. Esto se ve en el rol tradicional que tenía el apellido para asegurar la validación pública, pero también en fenómenos más simples, como la pregunta de la esposa de por qué el marido hace lo que hace como si este supiera. Por esta vía, la función de esposa tiene su condición en una histerización de la mujer o, mejor dicho, la histeria es la neurosis de una época en que las mujeres tenían el rol de esposas como destino.
No obstante, como dije antes, la nuestra ya no es una época matrimonial y no porque se hayan consolidado nuevos roles que aseguren las parejas. Más bien pareciera que vivimos en un clima de inestabilidad vincular. En efecto, si hubo un cambio en estos últimos años es que ya no es tan común que las personas que se inician en una relación se investiguen a sí mismas para conocerse como sujetos amorosos, a partir de otro; hoy más bien se acecha la presencia del otro, se decodifican los signos de su presencia y se vive en un entorno de extrema cautela.
Por ejemplo, la espera ya no es un tiempo de preparación, sino de ansiedad; del mismo modo, nadie se entrega ni confía y la expectativa común es la de querer saber qué va a pasar antes de que pase. Por lo tanto, no es raro que –como dije antes– proliferen los diagnósticos sobre cómo es el otro, como versiones explicativas de nuestro desencanto. Si la histérica de otro tiempo podía decir que el obsesivo no la amaba lo suficiente, la mujer contemporánea es capaz de decir “el otro no me amó” y, claro, ¿qué pregunta personal puede hacerse uno si el problema, en última instancia, es del otro?
En todo caso, una pregunta personal puede comenzar cuando uno admite que quizás el otro no nos amó como queríamos; que tal vez decidimos irnos de que la relación llegara a su fin, pero nos quedamos; que algunas de las respuestas del otro podrían deberse a la manera en que nosotros también habitábamos el vínculo.
Negarse al pensamiento vincular es empobrecer las formas de análisis de la realidad
Nadie se entrega ni confía, y la expectativa común es querer saber qué va a pasar antes de que pase
Pero para plantear este tipo de interrogaciones es preciso el pensamiento vincular, que ya no es lo más común. Hoy se prefieren respuestas que expliquen lo que no funcionó, antes que preguntas por nuestras funciones.
Ahora bien, para localizar esta nueva etapa de transición en la época posmatrimonial voy a plantear que al marido y a la esposa la sustituyeron dos nuevas posiciones o actitudes de relación con los demás: para el varón, el lugar de seductor, espectador de una escena de amor en la que él es el principal seducido; me refiero a esos varones que son capaces de decir todas las palabras amorosas, pero incapaces de dar un paso. Si marido era el que decía: “Yo no te lo digo con palabras, sino con actos”, el seductor es capaz de todas las palabras, pero se ahorra hasta el mínimo gesto. No tiene reparos en declararse enamorado, pero eso no lo compromete con ninguna realización. Es más, luego puede desaparecer y, por supuesto, regresar sin que lo llamen. En un mundo en que el matrimonio como determinación de la propia posición a partir de otro ya no tiene sentido, la palabra amorosa y las declaraciones giran en falso, son palabras dichas en el vacío, o bien tienen como telón de fondo la impotencia. No son tan pocos los varones que hoy dicen: “Te amo, pero no puedo”.
La contracara, la pareja imperfecta del seductor, es la mujer intensa, de la que se podría decir que pide algo que no quiere. Por cierto, en el campo de la demanda amorosa es que cabe la afirmación: cuanto más amor pide alguien, es porque es lo que menos le interesa. Porque cuando se pide, el amor es una solución para otra cosa y no un puente para la madurez. Así, si la histérica podía poner a prueba al otro, o necesitaba reforzar su querer con la idea de que el otro quiera, la intensa quiere querer por el otro y no acepta que el otro sea otro. De la misma manera, la intensa vive con la expectativa del varón enamorado, pero nada quiere saber de un hombre que la ame. Tener presente esta distinción es un punto crucial para entender por qué en los casos de muchas de estas mujeres, cuando se trata de conocer a varones menos idílicos que los seductores, les resultan “aburridos” o “comunes”.
Si la imagen para el matrimonio, cuyo modelo era la pareja del obsesivo y la histérica, estaba en la frase popular de “un roto para un descosido”, en nuestra época de seductores e intensas, más bien podría recordar el cartel de una zapatería que cerca de mi casa anunciaba: “Pares sueltos en liquidación”.
*Doctor en Psicología y Filosofía.