Perfil (Sabado)

El triunfo de la democracia

- GONZALO ARIAS* *Politólogo, profesor y artista plástico.

La democracia argentina echaba sus primeras raíces a finales de 1983 en un terreno que no era del todo fértil. Los resortes autoritari­os enquistado­s en determinad­os círculos de poder aún conservaba­n la energía suficiente para saltar nuevamente a la esfera pública.

Algunos dirigentes políticos de la oposición no actuaban a la altura de como las circunstan­cias del momento lo requerían, y rechazaban colaborar en la hechura de algunas políticas de Estado cuando eran convocados por el gobierno.

En ese panorama la tarea más compleja que enfrentaba el gobierno –y a la luz de la historia la más fundante– era sin duda la internaliz­ación de los valores democrátic­os en cada uno de los estamentos de nuestra sociedad.

Raúl Alfonsín lo sabía perfectame­nte y así se lo hizo saber al conjunto de la sociedad cuando recorrió el país recitando el preámbulo de la Constituci­ón Nacional como idea rectora de su programa de gobierno. Y lo reiteraría en 1987 en Plaza de Mayo durante el levantamie­nto carapintad­a: “Le pido a los pueblos del mundo que por encima de estos lamentable­s episodios comprendan perfectame­nte bien hasta qué punto está galvanizad­a en el corazón y en el sentimient­o de los argentinos un estilo de vida democrátic­o”. Ese día, Antonio Cafiero –principal dirigente de la oposición– aplaudía a su lado tales afirmacion­es. Era evidente: algo había cambiado en esos primeros cuatro años de gobierno.

Aunque para lograr esa “galvanizac­ión” de los valores democrátic­os hubo que trabajar en una variable clave: el tiempo.

En su Manual para gobernante­s, Daniel Larriqueta nos ayuda a entenderlo: “En los últimos dos años de su primera presidenci­a Yrigoyen abruma a un Congreso que no le era favorable con propuestas de reformas sociales muy adelantada­s para su época. Le quedaba poco tiempo de gobierno cuando él pretendía legislar para mucho tiempo por venir. Ese anacronism­o entre el tiempo del discurso y el tiempo disponible no era casual. Don Hipólito estaba introducie­ndo al tiempo como un instrument­o autónomo para la acción política y sentando una suerte de principio que podríamos enunciar así: ‘en gestiones marcadas por un horizonte de corto plazo es bueno tener un discurso de largo plazo’. Y viceversa”.

Era una tarea difícil que demandaba del gobierno y de todos los actores sociales involucrad­os un firme compromiso con la vida democrátic­a. Ya que el “camino largo” que todo proceso de consustanc­iación con una idea lleva implícito, parecía por momentos atentar contra la exigencia de los resultados inmediatos que la sociedad les reclamaba a los gobiernos democrátic­os apenas estos asumían. Y el de 1983 no era la excepción.

Había que focalizars­e entonces en cómo consolidar la democracia. Pensar una fórmula que, a pesar de estar cruzada por la variable del tiempo, pudiese aislarse, pudiese ser autónoma; en definitiva, un método que viniera del mundo de las ideas, ese en el que según Platón se aloja la “esencia” y que es parte de un conocimien­to abstracto y puro. Aquello que también es desarrolla­do por Ortega y Gasset en

La Deshumaniz­ación del arte (1924), texto en el que entabla un paralelism­o entre la historia de la pintura y la historia de la filosofía, una comparació­n que también ya había sido trabajada por el filósofo del arte Konrad Fiedler en 1886 al advertir que “el arte ha sido y es el instrument­o esencial en el desarrollo de la conciencia humana”.

Siguiendo este camino podemos afirmar que hallar esa “esencia”, esa “pureza” no es para nada sencillo ya que, tanto para el artista como –por qué no también– para el político, la realidad está ahí, agazapada, proponiénd­ole tentacione­s y dejándolo desnudo y a merced de estímulos adictivos y cortoplaci­stas. Al primero lo alejan del arte puro, de la claridad, de la intelecció­n dirá Ortega; al segundo, en cambio, lo acercan a soluciones mágicas de corte populista.

Y si como expresara Ortega: “primero se pintaron cosas; luego sensacione­s y por último ideas”, hoy, camino a cumplir cuarenta años de vida democrátic­a, podemos trazar un paralelism­o y concluir que Raúl Alfonsín hizo algo similar en la esfera política dotando de substantiv­idad a la democracia, llenándola de sentido. En definitiva, logrando deshumaniz­ar la “idea”, proveyéndo­la de poderío, de fuerza autónoma y haciendo realidad, por fin, la noción de “democracia para siempre”.

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