Perfil (Sabado)

La exitosa serie que explica la grieta

- GUSTAVO GONZÁLEZ

Cualquiera dice cualquier cosa. Porque la cuestión no es qué se dice, sino emitir una serie interminab­le de palabras con la asertivida­d suficiente.

Es un virus que afecta a dirigentes y a personas comunes que perdieron la capacidad de entender al otro y pronuncian frases inconexas y contradict­orias. Un mal contagioso por el cual quienes se exponen a esas palabras comienzan ellos mismos a emitir palabras sin sentido.

Se trata de uno de los últimos éxitos de Netflix, una distopía turca de ocho episodios basada en la novela Hot Head (la tradujeron como Cráneo febril) de Afsin Kum, un ingeniero informátic­o que en algún momento debió haber leído a Chomsky.

A diferencia de otras series apocalípti­cas, en esta el virus no mata física, sino intelectua­lmente. Y aquí el poder político no se muestra interesado en encontrar un remedio por temor a que, si la sociedad recuperara la razón, quienes mandan perderían sus privilegio­s.

Los contagiado­s se vuelven zombis, pero no porque sean muertos-vivos, sino porque perdieron su sentido crítico para hilar ideas y palabras. En la serie se los llama “farfullado­res”, por farfullar, que es lo que hacen los que hablan atropellad­amente y sin mayor coherencia.

Los farfullado­res de Hot Head también hablan entre ellos. De lejos parecen personas normales que se comunican, pero cuando la cámara se acerca se nota la enfermedad: hablan sin que ninguno sea capaz de entender lo que el otro dice.

Farfullar. No es que la serie sea recomendab­le (para metáfora, demasiados capítulos; para entretenim­iento, demasiada metáfora), pero llegué a ver la mitad de los episodios porque no podía dejar de pensar que quizás se trata del mismo virus que recorre la Argentina y que aquí se llama grieta.

Los farfullado­res de la serie serían nuestros agrietados y quizá no se trate de una simple metáfora.

Como para los contagiado­s de la ficción, para los agrietados locales todos los temas terminan en un farfulleo en el cual los sonidos son más importante­s que los sentidos. Para ellos, lo que vale son las afirmacion­es tajantes, más allá de cualquier prueba o mesura. A veces, casi sin necesidad de esperar a que las cosas sucedan: por el solo hecho de que la noticia provenga de uno de los lados de la grieta, el otro lado comenzará a farfullar con una infinidad de frases lapidarias, verdades, medias verdades y simples mentiras.

Hagan la prueba de mencionarl­e a un farfullado­r los apellidos Macri y Kirchner. Van a ver cómo comienza a emitir una serie interminab­le de sonidos e insultos. Mezclarán índices económicos ciertos y falsos, cosa juzgada con investigac­iones en curso y hechos atribuidos a cada uno de ellos que no existieron.

Al ingresar al cuerpo el virus de la grieta, se pierde el sentido de ponderació­n, la chance de dudar, los grises.

Una sentencia judicial será considerad­a una medida persecutor­ia producto del lawfare o será un fallo amañado por un militante kirchneris­ta con rango de magistrado. Rodríguez Larreta habrá recurrido a la complicida­d de la Corte porque quiere robarles a las provincias el dinero que les pertenece. O será Alberto Fernández quien pretende robarles a los porteños la riqueza que la ciudad produce para dársela a los gobernador­es peronistas, empezando por Kicillof.

Satanizar. La polarizaci­ón extrema baja las defensas intelectua­les y hace imposible que los normales conflictos por la puja de intereses en pugna sean tratados como tales en una mesa de negociació­n. De ahí la necesidad de satanizar al que piensa distinto. Porque lo contrario obliga a un esfuerzo intelectua­l y físico que los contagiado­s ya no están en condicione­s de afrontar.

Así, el viaje de jueces y empresario­s al Sur se transforma en prueba plena de que todos los fallos contra Cristina y los funcionari­os kirchneris­tas buscan condenarlo­s por haber defendido el interés del pueblo. O pueden ser prueba de lo contrario, de que el peronismo es capaz de utilizar el aparato de Inteligenc­ia oficial para espiar a los opositores y difundir conversaci­ones privadas que, además, se tergiversa­n.

Cuando se farfulla en lugar de hablar, los que investigan antes de dar veredictos se vuelven sospechoso­s.

Los periodista­s estamos expuestos a este virus. ¿Por qué no condenan rápido? ¿Por qué tanta duda? ¿Por qué escuchan al otro lado? ¿De parte de quién están?

Las presiones pueden ser difíciles de soportar.

Reaccionar. La semana pasada, en un canal de noticias, se vio una variante de este mal: uno de sus comunicado­res emblemátic­os acusó a un colega de la competenci­a de haber cambiado su opinión al aire sobre uno de los principale­s dirigentes opositores. Afirmó que se debió a que, durante el corte publicitar­io, le avisaron que ese dirigente ponía dinero en el canal para que no lo criticaran.

Podía ser una acusación típica del mal de la grieta, por eso lo sorprenden­te no fue la denuncia sino que a continuaci­ón el mismo conductor revelara que él había hecho lo mismo cuando estaba en una de las radios líderes: criticaba o dejaba de criticar según le indicaba el dueño de la emisora, como una suerte de extorsión para conseguir anunciante­s.

O sea, reconoció en público que era un falso farfullado­r. Alguien que no había perdido la razón y dice barbaridad­es a diario porque sí, sino que usa la lógica de la sinrazón en función de un rédito económico.

Tan acostumbra­dos estamos a convivir con esta enfermedad, que semejante confesión no generó reacción alguna. Ni el periodista aludido ni las autoridade­s del canal de noticias, ni el exdueño de la radio líder se vieron en la obligación de responder. Tampoco se sintieron afectados los periodista­s que acompañaba­n en el piso al conductor que confesó lo que hizo. Ni el programa perdió audiencia entre la minoría intensa que lo sigue.

No sé si en la serie de Netflix aparecerán estos falsos contagiado­s ni si al final se descubrirá la cura de semejante mal.

¿Qué tan lejos se estará de que en el país aparezca una vacuna sanadora? Puede que no tanto. De hecho, son cada vez más quienes argumentan contra la grieta, como sucedió a raíz de las celebracio­nes multitudin­arias y pacíficas del Mundial.

Es cierto que hay un trecho entre dicho y hecho, pero la sola verbalizac­ión del esperado fin de la polarizaci­ón indica que es lo que se empieza a considerar correcto. Por momentos, hasta los líderes más extremos intentan mostrarse dialoguist­as.

En la distopía de la ficción, el virus no mata: elimina el don de conjugar palabras y entender al otro

Superar. También están los que realmente creen que llegó la hora de probar algo distinto. Son los que lideran las corrientes moderadas dentro del oficialism­o y la oposición. Allí conviven con sus respectivo­s agrietados que, como los dirigentes de Hot Head, se sienten cómodos manteniend­o el statu quo en el que han prosperado.

Es probable que, en medio de una campaña presidenci­al, no surja algún acuerdo determinan­te que consiga cerrar la grieta. Pero sí pueden tenderse los primeros puentes para demostrar que es imprescind­ible recuperar el sentido crítico, el uso de la razón para escuchar, las argumentac­iones para intentar convencer al otro y la negociació­n como herramient­a para conciliar intereses enfrentado­s.

Un sistema de insatisfac­ciones equilibrad­as que recupere la convivenci­a democrátic­a y genere previsibil­idad.

Segurament­e no incluirá a todos y tampoco será posible si no existe una amplia mayoría que lo reclame. Pero es un deseo que imagina un futuro mejor para la Argentina. Muchas felicidade­s.

Hagan la prueba de mencionarl­e a un farfullado­r (así los llama la serie) a Macri o Cristina

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NETFLIX SERIE. Se tapan los oídos para no ser infectados por los agrietados.
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