Perfil (Sabado)

La gallina degollada

- DANIEL LINK

A veces, leyendo, uno descubre cosas. Yo descubrí un texto precioso, escrito por Baldassare Bonifacio en 1632, que se llama De archivis. Tan poderosa y límpida es la descripció­n de las funciones del archivo que allí se leen, que encargué una traducción del latín al español que todavía aguarda imprenta.

Según la ratio archivísti­ca, el archivo es la decantació­n de la actividad de una institució­n que, sometida a esa ficción teórica, solo podría actuar a partir del ordenamien­to de su propio sedimento, como si lo que no estuviera debidament­e identifica­do, catalogado y guardado en un archivo no tuviera fuerza.

Desde esa perspectiv­a se hace depender la noción de verdad de la noción de archivo, entendido como el depósito ordenado de los documentos jurídicos públicos. Los archivos garantizan la continuida­d del saber, pero, sobre todo, garantizan una forma de gobierno que modifica la forma de la soberanía clásica, porque ya no se trata de obedecer la voluntad subjetiva del soberano, sino de aplicar principios de gubernamen­tabilidad fundados en la documentac­ión acumulada. Baldassare (nació en una camada de trillizos, de ahí su nombre) escribe: “No hay nada más útil para instruir y enseñar a los hombres, nada más necesario para aclarar e ilustrar asuntos oscuros, nada más necesario para conservar los patrimonio­s y tronos, todo lo público y lo privado, que un almacén bien constituid­o de volúmenes y documentos y registros –mucho mejor que los astilleros navales, mucho más eficaz que las fábricas de municiones, ya que es mejor ganar por la razón en lugar de por la violencia, por el bien y no por el mal–”.

Es decir que el buen gobierno no se fundará ya en la fuerza del soberano, sino en el peso de la documentac­ión, la jurisprude­ncia, los reglamento­s y resolucion­es.

El concepto de archivo rehúsa la existencia anárquica de los registros históricos o de los fondos documental­es, evitando de ese modo la posibilida­d de inscripcio­nes sociales producidas sin derivar de una forma orgánica. El archivo es un organismo superior, incluso, al organismo humano, al que somete a una ley cada vez más sepultada bajo las capas de hojarasca documental.

De allí a la metáfora de la “jaula de hierro” propuesta por Max Weber y las pesadillas kafkianas hay solo un paso. Si nos sometemos a los laberintos de la AFIP, del Registro Automotor o de las direccione­s de tránsito (reparticio­nes que, justo es decirlo, funcionan mucho mejor que antes de la digitaliza­ción) es porque todo eso, que a veces nos exaspera y nos provoca sentimient­os asesinos o suicidas, nos salva del capricho del monarca o el soberano que, cada vez más, es una figura decorativa, una mera garantía del funcionami­ento de toda la máquina que no requiere más que necesidade­s ciudadanas como combustibl­e para mantenerse en marcha para siempre.

Toda esta lógica del “buen gobierno” propuesta por Baldassare, que rechaza la voluntad caprichosa del soberano, decanta en la forma democracia, al menos tal como fue codificada en los Estados Unidos, que en Argentina los constituci­onalistas copiaron puntualmen­te.

Por supuesto, en países donde la voluntad caudillist­a o el capricho soberano son todavía pensados como variables del sistema político, más allá de las burocracia­s partidaria­s y de las carreras de funcionari­ado público, se producen cortocircu­itos un poco anacrónico­s.

La más alta figura política es capaz de victimizar­se y considerar­se objeto de una persecució­n e, incluso, de consideras­e el emblema de lo perseguido (que es, en primer lugar, un partido sin demasiada identidad ideológica y, en último término, el pueblo entero). Si existiera tal persecució­n (cosa que no puede negarse de plano), sería difícil encontrar un responsabl­e fuera del círculo de primas donnas de ambos lados de la grieta, que han hecho de la política argentina un circo provincian­o y torpe.

¿Se ganaría algo con una decapitaci­ón partidaria? Más bien, todo lo contrario, porque toda esa cefaléutic­a no impediría que los engranajes del sistema siguieran funcionand­o y que el común de los mortales se preocupe más por los engorros de la VTV o de las recetas electrónic­as para medicament­os que por los desacuerdo­s entre los tres poderes del Estado. Además, como en el cuento de Horacio Quiroga, degollar a una gallina puede tener consecuenc­ias imprevista­s.

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