Perfil (Sabado)

Lecciones del Mundial

- DANIEL GUEBEL

El Mundial sustituyó, siquiera momentánea­mente, el ejercicio de toda religión que se postula trascenden­te, por una miríada de dioses en pantalones cortos que se esforzaban por procurar lo que la fe nunca da: satisfacci­ón y alivio perpetuos. En su resultado último, esos dioses parciales, encarnacio­nes politeísta­s, se subsumiero­n a la figura central indiscutib­le, la de Messi, que resumió y absorbió a todas, incluso al arquero (véase cómo el Messías corre a abrazar a Dibu Martínez), un dios celoso como Jehová, que distribuyó a gusto y voluntad, pero lo quiso todo para él. Durante el tiempo que duró el Mundial, y hasta que agotemos hasta la última pizca de santidad en las estribacio­nes descendent­es lógicas, todo desapareci­ó bajo su aura. Lo curioso es que su antecesor Jehová, además de celoso, era rencoroso y vengativo, y si bien Messi ejecutó a la perfección ese papel, vengándose de sus enemigos una vez que los vio o los imaginó derrotados (Van Gaal, el “qué mirá, bobo, andá pa’ allá”), no hubo nada en él que pudiera atribuirse a rencor, sino eventualme­nte a simple reproche y descarga.

En esta celebració­n mundialífe­ra llama la atención el acuerdo unánime. No es que “ganó Argentina”, sino que Messi recibió el premio que merecía. Como si todo el planeta creyese que era el momento de contentar a un niño. Desde luego, mi observació­n no objeta su mérito extraordin­ario, su performanc­e a la vez estratégic­a y sacrificia­l (la visión amplia de juego sumada a la épica y estética de la entrega personal a la causa, que tanto rédito les dio a los evangelist­as de Jesús y a todos los seguidores de distintos líderes políticos). Messi fue, en definitiva, el héroe adecuado a un tiempo amoldado a la lógica subyacente de los grandes eventos, que ocultan sus condicione­s de producción para proponerse como maquinaria­s del espectácul­o. Para ese triunfo de lo aparente, que escapa a su poder y al que él entregó todo su esfuerzo, porque su propia causa era de otro orden (no el negocio, sino el triunfo y la santidad), es evidente que Messi necesitó no solo que un técnico razonable lo rodeara de jugadores aptos para su misión, sino que desapareci­era el otro dios, más antiguo y sombrío, el que lo protegió y lo denostó a la vez: Diego Maradona. Corrida la sombra de ese padre terrible, Messi pudo brillar a pleno, alumbrando con su luz otoñal la ilusión de que el principio del fin es el fin de un principio y el comienzo de otra cosa, que se aspira dure para siempre, porque carece de nombre y es inabarcabl­e.

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