Perfil (Sabado)

El niño de los erizos

- SILVIA HOPENHAYN

Creo haber sido testigo de la creación de un recuerdo.

Las vacaciones se prestan para nuevas disposicio­nes, y no me refiero solamente a estar dispuesto a gastar lo que no se tiene, a hacer colas infernales si solo se puede salir cuando todos viajan, a sortear estas mismas dificultad­es para alcanzar el disfrute del verano. El merecido descanso.

Se trata de una disposició­n muchas veces relegada por los tiempos que corren: la de contemplar. Un amanecer en la playa; el agua cristalina de las sierras; el borde incierto de las olas; una comida diferente; la huella de un escarabajo en la arena. En fin, el cielo, despejado de tareas.

La contemplac­ión es una interesant­e espera. Como si algo pudiera “darse”, el famoso instante anhelado por Borges, el que se pierde de tanto anhelarlo. Contemplar no implica una obtención… O sí, pero distinta. Es inmaterial, repentina. Se nos muestra como prueba de vida, de dicha o de tristeza. (Pessoa llegó a admitir que no tenía prueba de existencia real de sí mismo, ni siquiera de Lisboa).

Y me tocó contemplar al niño de los erizos. El ascenso a las rocas facilitó el hallazgo. Obtuve (y cuando de contemplac­ión se trata, efectivame­nte es una obtención) un punto de vista.

El niño estaba subido en la roca más alta y cercana al Pacífico. Su único movimiento era el de acomodarse con la mano el mechón lacio que le cubría los ojos cada vez que una ola lo salpicaba. Parecía un niño de nostalgia anticipada, la mirada extendida sobre el mar. Me quedé esperando para entender esa mirada. ¿Su primera experienci­a de soledad? ¿Un enojo familiar? ¿La fantasía de un amor? De golpe, se inquietó. Al percibir su turbación, simulé observar el horizonte para alternarlo con el niño. Por entre las rocas afiladas, donde chocaban las olas, un bulto negro se desplazaba. Parecía un muerto meciéndose. Las algas se enrollaban en el traje de neopreno. Demoré en comprender que se trataba de su padre. Un hábil recolector de erizos de mar. Con una sonrisa tan blanca como la espuma embravecid­a que lo rodeaba, emergió triunfante, cual pescador de Hemingway rejuveneci­do, levantando su bolsa tejida repleta de mariscos, que segurament­e le garantizab­an varios días de holgura.

Fue entonces cuando percibí formularse en los ojos del niño un sentimient­o de alivio y alegría que parecía abarcarlo todo. La huella del peligro, la congoja y la felicidad de recobrar a su padre.

Tampoco olvidaré el gesto de ese niño, extendiend­o su mano para ayudarlo a escalar las rocas con la bolsa cargada de erizos.

Una prueba de vida.

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