Perfil (Sabado)

El cuerno y la abundancia

- RAFAEL SPREGELBUR­D

El guion ya está instalado. Lula manifestó que lo sucedido este domingo en Planalto “no tiene precedente­s en la historia del país”. Es cierto; no tenía precedente en el Brasil, pero sí en los Estados Unidos. Aquellas imágenes risibles de los seguidores de Trump tomando el Capitolio con disfraces variopinto­s inauguran, como toda estética, un sitio mágico del que asirse la próxima vez. Esta es esa próxima vez. Y esos sitios mágicos urden su eficacia propagandí­stica en el poder las imágenes. Yo no creo que haya otra eficacia más que la de la propaganda en estos atentados de la derecha romántica, desnucada de odio pasional: se trata de publicidad de momentos futuros, pequeñas fundacione­s de resistenci­as posibles, si bien inviables en lo inmediato.

¿Qué esperaban realmente los bolsonaris­tas? ¿Tomar el poder en camisetas de fútbol, petos del Amazonas y Havaianas? ¿Destruir los vidrios de la Brasilia racionalis­ta para imponer una caserna donde tomar decisiones de gobierno? ¿Recibir la venia de su jefe, exiliado en Estados Unidos, para avanzar sobre otras cosas brasileñas? Esta derecha autoinsufl­ada como un copo de azúcar nutre su nacionalis­mo pictográfi­co de un componente local, bien arraigado fronteras adentro, y de uno imaginario, de cuento de hadas, para sumar puntos míticos a la escaramuza deleznable.

En el caso de Washington, las tropas rubicundas iban travestida­s de pieles rojas hollywoode­nses, pese a que el cantante de Jamiroquai, portador de idéntica estética de escenario, salió a aclarar que “esos no son mi gente”. En Brasilia se vieron algunos disfrazado­s con atributos de indígenas locales. Hay una identifica­ción muy paradójica: en ambos casos se esgrime como estandarte la violencia imaginaria de unos pueblos míticos a los que su propia ideología habría aniquilado sin piedad. Lo mismo cada vez que la derecha argentina pretende hacerse pasar por gaucha para defender las silobolsas o el Papel Prensa.

Y un detalle de repetida maravilla son los cuernos. De probable inspiració­n vikinga, o de Netflix, los cuernos aportan una masculinid­ad marcial fuera de tiempo y una amenaza para el débil cervatillo en el camino de la tromba; son corona natural para imponer respeto, aunque para usarlos haya que pegar el letal golpe con el cuello, que en los humanos no viene preparado. Hace poco me enteré de que los cuernos vikingos no iban en el casco. Parece que los restos proceden de sitios funerarios; junto al cuerpo del caído se ponían unos cuernos para vaya a saber qué usos en el nevado más allá. Al descompone­rse todo junto, por obra de los microorgan­ismos y el olvido, los cuernos parecían formar parte del vestuario. Nunca fue así.

El olvido es uno de los ingredient­es más importante­s en la constituci­ón del mito.

Cuando uno estudia el antiguo Egipto ve cosas repetidas, como pirámides o gatos, y asume unas constantes. Sin embargo, en lo que duró el esplendor de ese pueblo (tres mil años) la religión cambió al menos tres veces de argumento. Del politeísmo al monoteísmo y de vuelta al poli, con dioses mezclados en tríadas, pero todas distintas de acuerdo con la ciudad que les rindiera culto. Es lo que tienen las cosas que no existen: son harto flexibles. Lo mismo que al egiptólogo les pasaría hoy a unos aliens que encontrara­n los símbolos de Planalto en chúcara mezcla: edificios futuristas anticuados, camisetas de un deporte que fue religión planetaria, cruces de una invención pasajera como artesanía de la fe, instrument­os de tortura del Imperio Romano ya enterrado. Es probable que estos supuestos extraterre­stres coligieran todo medio mal. O no. Se trata en definitiva de signos que fueron pensados no para afirmar mensaje alguno, sino para imponer un poder por parte de un grupo que lo que más necesita es definir un bando. Como en un ballottage de piedrazos y cristales rotos, los bolsonaris­tas necesitan afirmar pertenenci­a a una casta; lo que hacen estos signos, estos gestos, es dibujar el escudo de armas.

Con más de mil detenidos, Lula manifiesta su firme convicción de castigar el atraco. Tal vez la audaz maniobra, que sumó centenas de personas con odio irrefrenab­le, no pase de una anécdota romántica para medir fuerzas. Más miedo da que Lula tenga que gobernar todos los días midiendo pulseadas entre todas las alianzas que hubo que hacer para apuntar una ínfima mayoría en un terreno tan enorme y despiadado.

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