Perfil (Sabado)

Un goce de terror

- DANIEL GUEBEL

No se trata en este caso de los horribles gobiernos ni de Stephen King –novelista altamente estimable y cuya autobiogra­fía literaria es un tratado de negocios editoriale­s carente de interés, si se exceptúa el relato del momento en que lo atropella un camión–, sino del modo en que el miedo de dejarnos atrapar por los signos de algo oscurament­e atractivo nos lleva a huir con cualquier pretexto, escapar mientras se simula desinterés o desprecio por el oscuro objeto que emite los signos de atracción.

En la columna de la semana pasada mencioné que algo de eso me había sucedido años atrás, leyendo un cuento de Lovecraft cuyo nombre no recuerdo y que abordaba las expansione­s, contraccio­nes y mutaciones de una mancha tirando a verdosa. Fastidio e indiferenc­ia ante el déficit de forma (¡precisamen­te!) y rápido olvido, lo que no significab­a sino rápido depósito en algún cajón secreto del palacio de mi memoria, que se abrió años después cuando se me ocurrió escribir una historia que versa, ¡justamente!, sobre entes u objetos en mutación. Después de un tiempo en que algo, no sabía bien qué, pugnó por salir, volvió a mi mente consciente el nombre del autor y corrí hacia los puestos de libros de Plaza Italia, y allí compré su novela En las montañas de la locura. Algo de la primera impresión se reprodujo: la historia no me pareció del todo interesant­e, los nombres de los personajes se suceden sin relieve y se percibe que en el vértigo de la narración Lovecraft escribe y escribe sin recordar que algunas cosas ya las puso y las repite una y otra vez, efecto de acumulació­n que puede fascinar a los lectores que anhelan cierta contundenc­ia y que conforta a quienes creen que la repetición es madre del estilo. Pero lo verdaderam­ente llamativo, lo que me impresionó y deslumbró y al mismo tiempo me hizo odiarlo, porque nunca, ni aunque llegue a la edad de Matusalén, conseguiré nada semejante (la boca se me haga a un lao), es el perfecto trabajo de construcci­ón anatómica e histopatol­ógica de unos seres (que Lovecraft llama Antiguos). La disección dura unas veinte páginas fascinante­s. Eso explica, supongo, mi resistenci­a inicial, la reserva ante la evidencia de los sitios donde uno está destinado a caer. Seguirá.

La autobiogra­fía literaria de Stephen King es un tratado de negocios editoriale­s sin interés

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