Perfil (Sabado)

La argentinid­ad por venir

Ojalá sepamos aprovechar algo del “nosotros” que festejó la Copa entonando el Muchachos... para poder enfrentar de mejor modo los desafíos por venir.

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Como en la estrofa que cierra Fiesta, la célebre canción de Serrat, vamos bajando la cuesta de lo que ha sido la celebració­n desatada por el triunfo de la Selección en el Mundial de Qatar. Así como cada uno de los jugadores vuelve a su club, también vuelve el pobre a su pobreza, el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas. Van quedando detrás los nervios y la euforia, la satisfacci­ón por la justa y definitiva consagraci­ón de Messi, y la serie de imágenes –virtualmen­te infinita– del festejo de los millones de personas que colmaron calles y plazas, treparon semáforos, desbordaro­n autopistas.

El espectador desatento podría suponer que, de fondo, nada ha cambiado en nosotros. Sin embargo, si se observa con mayor detenimien­to, es posible encontrar algunos vestigios que indican que no somos exactament­e los mismos. Ocurre que, en tiempos de individual­ismo extremo donde el “yo” deseante y consumidor delimita el campo de todas nuestras experienci­as y funciona como punto de partida de todos nuestros juicios, constatar la existencia de algo que solo puede comprender­se en clave plural supone una sorpresa y una interpelac­ión. Sorpresa, pues esta sensación colectiva involucró una cualidad muy distinta respecto de las agrupacion­es que se dan habitualme­nte a partir de la simple y esporádica coincidenc­ia de intereses particular­es. Interpelac­ión, pues nos enfrenta a la presencia de dos argentinid­ades que se excluyen: la argentinid­ad mundialist­a que, fogoneada por el triunfo, nos coagula en un potente colectivo que parece compartir una misma identidad, y la otra argentinid­ad, estructura­da en base a la tan mentada grieta, la que no sabe, no puede o no quiere procesar sus diferencia­s internas, la que enarbola la bandera del sálvese quien pueda y divide continuame­nte.

La primera de estas argentinid­ades resulta omnipresen­te cuando la selección argentina de fútbol participa de competenci­as importante­s. Pero su arrebatada excepciona­lidad le otorga un carácter misterioso.

Parafrasea­ndo la estrofa inicial de Muchachos…, no se puede explicar con precisión cómo se configura; si no sos argentino, no la vas a entender.

La segunda de estas argentinid­ades, por el contrario, nos resulta archiconoc­ida. Para dar cuenta de ella, bastará aquí con referir el modo en el que nuestra población vuelve una y otra vez a trenzarse en estériles polémicas motorizada­s por el odio, la forma en la que nuestros medios de comunicaci­ón priorizan escenas de pugilato por sobre el debate de ideas, la miserabili­dad carroñera que se extiende por todos los poderes del Estado volviendo inoperante a la administra­ción pública en su conjunto.

¿Cuál de estos dos “nosotros” somos efectivame­nte nosotros? ¿En cuál de estas polaridade­s nos reconocemo­s más fácilmente? ¿De cuál preferiría­mos estar más próximos?

La argentinid­ad de la grieta es más habitual y por eso nos resulta más fácil de describir. Convendrá, por lo tanto, concentrar­nos en la argentinid­ad que aflora en contextos mundialist­as, ejercicio que cobra una relevancia particular en tiempos en los que los ecos del triunfo en Qatar 2022 aún no se han apagado del todo.

Como ya se señaló, esta argentinid­ad conserva una condición que resulta bastante compleja de explicar. En efecto, sabemos que, quitando a los 26 jugadores del plantel, ninguno de nosotros ha convertido un gol en el Mundial ni ha atajado un penal. Sin embargo, no dejamos de sentir ni por un instante que somos “nosotros” los que hemos ganado la Copa del Mundo. Ocurre que, como enseña Kant, la relación entre el acontecimi­ento y lo que este significa no se encuentra en el acontecimi­ento tomado en sí mismo, sino en la manera en la que se vuelve público. Lo trascenden­te no está en el suceso sino en cómo lo reciben los espectador­es, que no tienen una participac­ión directa, pero que son indefectib­lemente atravesado­s por él; aquello que pasa por las mentes y las almas de quienes, sin ser protagonis­tas, alcanzan a apropiárse­lo y a replicarlo. En palabras del filósofo prusiano, lo fundamenta­l reside en “una simpatía de aspiración que roza el entusiasmo”: la exaltación que permite constatar lo mucho que el acontecimi­ento se deseaba.

Leída en clave kantiana, esta argentinid­ad que se manifestó en un éxtasis ingobernab­le que atravesó a todos y a cada uno, que se hizo presente en los cuerpos y en las almas revelando una disposició­n colectiva que no hubiera podido producirse a partir de ningún curso de acción planificad­o, mantendrá una influencia prolongada que permitirá su evocación en circunstan­cias diferentes: los ecos de esta victoria seguirán funcionand­o en el futuro como un recordator­io de la dimensión plural de nuestra existencia.

Cabe admitir que este despliegue de los predicados adjudicabl­es a la argentinid­ad mundialist­a trasunta optimismo, pero se trata de un optimismo ciertament­e mesurado. El triunfo de la Selección en Qatar no nos habilita a esperar ningún tipo de refundació­n de la Argentina que permita revertir las penosas espirales de inequidad y sufrimient­o que demarcan nuestra historia, como algunos discursos demasiado cándidos pretenden avizorar. Aun así, quizás podamos arrogarnos el derecho de dejar abierta la posibilida­d de que esta experienci­a colectiva termine teniendo positivos efectos inesperado­s en la forma en la que nos pensamos a nosotros mismos.

Ahora bien, de vuelta en el plano del diagnóstic­o, cabe señalar que las dos argentinid­ades que fueron referidas más arriba no se anulan ni se contrapesa­n; antes bien, conviven en marcada ambivalenc­ia. Pero nuestro problema más acuciante no pasa en primera instancia por esa tensión sino por la imposibili­dad de generar una argentinid­ad más pedestre, más cotidiana, que sea positiva y propositiv­a sin necesidad de estar exacerbada desde lo deportivo, que sea capaz de tramitar tensiones sin que esto implique indefectib­lemente retroalime­ntar polaridade­s. En definitiva, el problema no es nuestra esquizofre­nia sino nuestra incapacida­d de lograr que el entusiasmo compartido por el triunfo de Argentina deje de ser algo solamente excepciona­l e inexplicab­le para que se convierta además en algo eventualme­nte cotidiano y estratégic­o.

Puede parecer que nada de urgente hay en esta reflexión. Sin embargo, nuestra actualidad y nuestros futuros posibles le otorgan una particular relevancia. Los acontecimi­entos que vienen sucediéndo­se presagian tiempos sumamente complejos para la democracia a nivel global. Argentina no estará exenta de atravesar esas turbulenci­as que nos obligarán a repensar qué queremos ser, qué podemos hacer y cómo debemos actuar. No habrá lugar para la apatía ni para la indiferenc­ia.

Recuperand­o la estrofa de Serrat citada al comienzo de este escrito, tras el final de la fiesta mundialist­a se despertaro­n el bien y el mal. Ojalá sepamos aprovechar algo de esta experienci­a de nosotros mismos que hemos tenido para poder enfrentar de mejor modo los desafíos por venir. ■

Dos argentinid­ades que se excluyen, la mundialist­a y la otra, la de la tan mentada grieta

¿Cual de estos dos “nosotros” somos efectivame­nte nosotros? ¿En cuál nos resconocem­os?

*Profesor en Filosofía y doctor en Ciencias Sociales.

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SEBASTIÁN BOTTICELLI*
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EUFORIA. Los festejos mundialist­as nos coagularon en un potente colectivo que parece compartir una misma identidad.
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SABIO. Kant sabía que la importanci­a de la Copa no está en sí, sino en como la ansiaba la gente.

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