Un hombre busca su redención y compasión en un mundo cruel
Darren Aronofsky es un cineasta que le atrae conducir a sus protagonistas a los límites de su esencia humana. Sabe enfrentarlos a sus zonas más oscuras y las filma con delicada perversidad. Eso atrae a sus seguidores. Una prueba ha sido Pi, el orden de las cosas (1998), sobre un matemático; otra El cisne negro (2010), con Natalie Portman, convertida en una obsesiva bailarina, o, otra opción, El luchador (2008), con Mickey Rourke, sobre un luchador de catch en el cenit de su carrera.
La ballena permite redescubrir los quilates interpretativos del simpático muchacho que conocimos en los años 90, en George de la selva, o la trilogía de La Momia. Hoy a los 50 y pico, Brendan Fraser se animó a camuflarse detrás de un traje de más de 200 kilos y con la ayuda de los efectos del CGI, se convirtió en Charlie. Quienes vean las primeras imágenes del film, Fraser como Charlie verán un gran trabajo para darle esa corporalidad. En esta ocasión la historia del personaje está basada en hechos que le ocurrieron al autor teatral Samuel D. Hunter, cuyo relato primero se representó en 2012, en una sala y ahora saltó al cine, el mismo se encargó de escribir el guión.
El mayor valor del film, ambientado casi totalmente en un departamento de pocos ambientes en Idaho, es la interpretación de Fraser, en un papel que le puede valer el Oscar. Lo suyo es conmovedor, melodramático y quizás, para ciertos puristas, difícil de digerir. Es que las tiene todas, es gordo, casi no puede salir de su departamento, dicta clases de inglés, pero con una pantalla negra, para que los alumnos no se rían de él. Abandonó a su esposa e hija, cuando la niña tenía ocho años y lo hizo porque se enamoró de un pastor evangelista.
Cuando la cámara lo toma a Charlie, la lente se centra descarnadamente en mostrar algunos de los instantes más iracundos de un hombre que intenta autodestruirse, pero también redimirse, a la vez que quiere que todos sepan que lo mejor de su vida fue ser padre de una hija y se lo dice a esa niña ya adolescente cuando lo visita en su casa. Charlie está a punto de morir, su corazón quizás no resista más. Y en medio de ese desasosiego existencial lee un texto de Moby Dick, de Melville, que inspiró el título del filme. Pocas veces el cine logra captar a un personaje que busca desesperadamente su compasión, en una entrega en la que a través de sus ojos y sus sentimientos consigue transmitir el desgarro de una existencia que fue así, les guste o no a quienes lo rodean. En ese espejo en el que de uno u otro modo puede reflejarse cualquiera, Aronofsky, a través de una iluminación que parece querer ilustrar los claroscuros del alma, provoca, sensibiliza y permite redescubrir al espectador a un actor superlativo. Dentro este tipo de guiones algo claustrofóbicos –recordemos El padre, con Anthony Hopkins, o Mar adentro, con Javier Bardem- es el intérprete el que `escribe` con su cuerpo, sus emociones, la historia a contar. Es una película para tomar o dejar, que a nadie va a dejar indiferente.