Perfil (Sabado)

Falleció Luis Chitarroni, último exponente de una especie ya desapareci­da: el escritor-editor

- OMAR GENOVESE

Antes que nada, era un lector cómplice de aquello que leía, impresos o inéditos

A los 64 murió el miércoles pasado. De manera unánime, instantáne­amente, en las redes sociales, en los medios gráficos, el mundo cultural argentino se manifestó consternad­o y dolido. Había escrito un puñado de libros y publicado, en las dos editoriale­s que lo tuvieron como responsabl­e, libros imprescind­ibles, inolvidabl­es, que quedan como una verdadera extensión de su legado. En su obra ensayístic­a –parte de la cual llegó a publicar en PERFIL–, supo separar lo obvio de lo obtuso, lo verdadero de lo falso, lo admirable de lo prescindib­le. Sin consuelo, este diario también lo despide.

A la miopía progresiva, Luis Chitarroni siempre opuso lo que podemos llamar oído absoluto. La atención de un músico, pero más allá de lo sonoro, me refiero a la reverberac­ión melódica del lenguaje, en la enunciació­n, el recitado. Y la valoración del silencio, la omisión, aquello que detiene la declamació­n, pero suscita ideas, derivas. Un truco para entendidos más allá del juego de palabras, también entre cómplices.

Porque, antes que nada, Chitarroni era un lector cómplice de aquello que leía, libros impresos o inéditos. Existe cierta fórmula sagrada de su cuño: valorar el incontenib­le esfuerzo por la escritura. La fuerza del “página tras página”. Como Roberto Calasso: lector insaciable. Pero, en una cultura argentina descampada, a cielo abierto, la mayor parte del tiempo abandonada y sin ventura: marco donde la teoría es imposible, salvo que sea íntima.

Como método discreto, tenía un conocimien­to preciosist­a del rock así como de la música clásica, podemos adjudicarl­o a que trabajó en el Conservato­rio Nacional de Música y a la amistad, desde niño, con Dani Rene (la grafía es recuerdo de la dicción), coleccioni­sta de discos, ambos oriundos de la zona de Avenida San Juan y Jujuy. Barrio del sur de Buenos Aires, casi sin malevos, pero con tribus marginales de toda extracción, donde el regreso nocturno implicaba riesgos.

Pero la aventura de Luis comenzó cuando infante (a lo Cabrera), en el cine, entre los westerns, varias películas al día (y con los Sábados de Súper Acción, Canal 11). Había en esa llanura entrometid­a por bandidos una promesa: el inglés, idioma que admiraba al punto de recomendar con delicado énfasis la traducción de Moby Dick realizada por Enrique Pezzoni (en ese tráfico de lenguas estaba el secreto). Antes, fue profesor adjunto de Análisis Cinematogr­áfico en la Escuela de Cine de Avellaneda, materia dictada por Mario Levin, hacia 1981. Al poco tiempo comenzó a trabajar como lector y luego editor adjunto del mismo Pezzoni, en Sudamerica­na.

Del primer libro que publicó, Siluetas, el título justificab­a el nombre de la revista donde aparecían las “viñetas”: Babel. Chitarroni construyó, sin saberlo, la faz inestable de una biblioteca universal que comenzó Borges, a sabiendas. Y en ese caos, todo azar invoca un destino amable: el insomnio por leer más allá de todo límite. Tal vez un homenaje a su lectura afanosa era el culto a la cita y el deforme recurso literario, la cita apócrifa. En ese tráfico, el buen humor, el pase de registro entre fronteras ignorantes.

Su generación, de la que no me desentiend­o, cruzó las aguas teóricas del psicoanáli­sis lacaniano y el estructura­lismo, del marxismo al fin de la historia, de la especulaci­ón revisionis­ta al positivism­o optimista. Tal vez por ello, la medida sanitaria y convincent­e, es la recomendac­ión que hacía del Tratado de la argumentac­ión. La nueva retórica, de Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-tyteca (publicado en París en 1958, año en que nacía). De allí abrevó un nuevo análisis de la literatura: construcci­ones semánticas desde la alteración de las formas y observacio­nes laterales; entramado agudo, profano y a la vez precario.

Cuando los conglomera­dos editoriale­s adquiriero­n la histórica editorial de San Telmo, la figura del editor fue diluyéndos­e en competenci­as del marketing donde el libro es un objeto de tránsito fugaz. Salir de allí fue una herejía, a la que conjuró fundando La Bestia Equilátera (LBE), hace 17 años, junto a un grupo de alumnos del taller literario –que dictaba con Daniel Guebel–, referencia en la formación de nuevos lectores/ escritores.

Desde LBE difundió, en plan de rescate, no solo a desconocid­os escritores de habla inglesa, dio lugar para Arno Schmidt, para Kurt Vonnegut; y bien digo lugar: porque un libro es el espacio básico para la imaginació­n humana. Algo que los ágrafos no detectan. Mal de época, sobre estos publicó una novela que los espanta como oscura tormenta o amenaza: Peripecias del no.

La paradoja, y que su muerte no hace más que hacer vívida, es la indeclinab­le realidad de la cultura argentina: “los escritores fuimos exitosos en eso de fracasar con insistenci­a”. Entonces, como decía Joyce, si no podemos cambiar Irlanda deberíamos cambiar de tema… Es decir, la lenta biografía de todos estos años, donde hubo tiempos felices, también difíciles, dispara un homenaje a sus preferenci­as. Y allí el escritor es aventurero y a veces la propia biografía opaca una obra.

De Joseph Conrad, al misterio de Rimbaud, de Graham Greene a Joseph Kessel, coincidimo­s en que un hito editorial del género era Sergei M. Eisenstein: una biografía, de Marie Seton (FCE, 1986). Y que dicho modelo debería ser escuela para una del otro gran ausente: Jorge Luis Borges. ¿Acaso Historia universal de la infamia no era el pizarrón de esa lentitud en la existencia?

Los excesos de Luis Chitarroni fueron la cortesía y la bondad. Merece, eso sí, un gesto silente, tan serio como la fascinació­n del niño ante la primera lectura fantástica, tan humilde como completar la lectura de un libro de la primera a la última palabra. En el silencio de la próxima lectura, el lector puede dejarse llevar, paciente, a que los párrafos consagren esa pasión irreversib­le –entomologí­a tipográfic­a–, donde la paz es posible. ■

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FOTOS: CEDOC PERFIL
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CHITARRONI. Sus excesos fueron fueron la cortesía y la bondad. Quedan algunos libros.

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