Perfil (Sabado)

El que todo lo sabe

- DANIEL GUEBEL

Su muerte es un hachazo que tajeó la riqueza del universo. Yo era feliz de sólo saber que existía, pero desde hace años venía preguntánd­ome cuánto más iba a resistir. Luis Chitarroni era el más brillante de nosotros. Sabía, porque lo decía, “que cada palabra carga con el peso del mundo”. Él las conocía mejor que nadie, se envolvía en ellas, las adoraba como un cabalista que perdió a Dios entre las letras, pero encuentra en cada una el valor y la vibración suficiente­s para recuperar la experienci­a del éxtasis.

Sabía adecuarse, sin falsa modestia y con absoluta precisión y maestría, al nivel intelectua­l de su interlocut­or. Manejaba todos los registros del habla, desde la alusión recóndita hasta la obscenidad desfachata­da, con la solvencia del artista de variedades que hace bailar en el aire las

Sabía adecuarse, sin falsa modestia, al nivel intelectua­l de su interlocut­or

clavas, pelotas o naranjas en las calles de la Ciudad. Siendo como era, un lector anglófilo, pocos como él dominaban el registro de la lengua nacional. Su maestro, claro, había sido Borges, filtrado por el sarcasmo de Enrique Pezzoni, pero a diferencia de Borges, que urdía sus ficciones con la modalidad acumulativ­a y sucesiva del mejor de los biblioteca­rios, Luis se entregaba como un barco ebrio a los vértigos de un lenguaje desbordado. El barroquism­o era su signo, su punto de partida y llegada al mismo tiempo, ya se ocupara de las ficciones de la educación primaria o de las vidas reales o imaginaria­s de artistas notables o surgidos de su invención. Como escritor, Chitarroni no experiment­ó progreso alguno. Fue un escritor maduro y completo desde su primer renglón.

En la vida concebida como trama de relaciones, la muerte de Luis. La muerte de Luis. La muerte de Luis es para nosotros, los que lo quisimos y admiramos, lo que no se puede decir o no termina de ser dicho. Nadie puede saber, aunque cualquiera podría imaginarlo, lo que significa, por años y años, ver el secreto hundimient­o de este genio secreto. Chitarroni, con la terrible paciencia que lo caracteriz­aba, entregó los estragos de su cuerpo a la crueldad de los dioses innominado­s.

Ya no habrá para mí y para todos, todos los nosotros, la posibilida­d de hablar con el más querible de entre aquellos que lo saben todo.

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