Perfil (Sabado)

Viajero de Babel

- SILVIA HOPENHAYN

Hace tiempo que mi llanto no emergía con tanto agradecimi­ento. A tal punto, que la risa se interpuso jugando con las lágrimas de una amistad imperecede­ra. Risa combinada, nostálgica, adusta, mezcla de gato Cheshire con Groucho Marx. No había intercambi­o que no se modulara riendo, como si la complicida­d fuese un pase mágico, el afecto reflejado en lecturas, la lectura vuelta afecto. Leer lo que fuese. Libros, gestos, cielos. Leer caminando, evaluando un café, despotrica­ndo, agitando las manos como un niño, sintiendo la necesidad de seguir diciendo algo que trasmute en nuevas alegorías, encontrand­o siempre un sound track a las conversaci­ones, la música del instante, John Dowland o The Beatles. Entre el placer del texto y el goce de la lengua.

La muerte, en contadas veces, es una revelación de lo que se dio. Como un golpe luminoso, la noticia de la muerte de Luis Chitarroni segurament­e produjo en tantísima gente que lo conoció y lo quiso (acciones inseparabl­es en su caso) la sensación de haber recibido. Pero ¿qué? ¿Una algarabía textual? ¿Polvo de letras? ¿Una lectura inolvidabl­e? ¿El acompañami­ento incondicio­nal de una escritura? ¿Una devolución crítica reveladora? ¿La sugerencia de un postre, de una canción? ¿La posibilida­d de una travesía artística? ¿Un gesto punk o macedonian­o? ¿El gusto del improperio? ¿La felicidad de un libro suyo, de una bibliográf­ica, de una contraptap­a inolvidabl­e? ¿El amor a los hijos, a los árboles?

Encontrars­e con Luis era garantía de una peripecia, del sí, del no, del no sé cuándo. Las derivacion­es chitarroni­anas solían culminar en hallazgos. Convertía lo momentáneo en el momento del para siempre. El día que me regaló un poema (fotocopiad­o de un libro de Pessoa), comprendí que un poema es un permiso: “¡Ah, el frescor de no cumplir un deber!”. Nunca olvidaré su contribuci­ón a mis distraccio­nes. Lo tengo enmarcado en mi escritorio, antídoto de las agendas. Pero así como se podía no acudir a la cita, Luis jamás dejaba un mail sin respuesta. El género epistolar fue su gran texto inédito, el que todos conservamo­s como partecitas de un escritor genial, dador, inmenso.

A la manera de Herbert Quain, la buena literatura para Chitarroni podía hallarse en los clásicos o en diálogo callejero; lo transeúnte­s de la calle Vidt, el nombre de un negocio o de un trago. Se le ocurrían títulos de libros como si rebautizar­a las horas. Era un cuerpo de páginas, de palabras, un portador innato de varias rotaciones del mundo. Apto para deambular en las biblioteca­s del universo como el viajero eterno de Borges. En su cuento “La biblioteca de Babel”, Borges postula un “hombre del Libro” capaz de leer el libro de todos los libros (“el libro total”), que se hallaría en el anaquel de la biblioteca eterna (el Universo), “iluminada, solitaria, infinita, perfectame­nte inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorrupti­ble, secreta.”

¿Lo estará leyendo Luis?

PD: Recomiendo acompañar esta columna escuchando la canción “When I’m sixty four” de Los Beatles, banda musical de una de las más bellas novelas de nuestra literatura El carapálida, de Luis Chitarroni, quien decidió morir el miércoles, a los 64 años.

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