Perfil (Sabado)

Dos próceres en el Amalfitani

- DAMIÁN TABAROVSKY

El lunes pasado a la noche fui a ver Vélez-river, que resultó uno de los mejores partidos de los últimos tiempos. No soy hincha de ninguno de los dos equipos, así que pude disfrutar del juego desapasion­adamente, con la buena vista que tiene el Amalfitani (yo estaba en la platea Sur Alta, bastante arriba y se veía perfecto cada detalle del partido). En el entretiemp­o, por los parlantes anunciaron que en el palco oficial estaban Carlos Bianchi y José Luis Chilavert. Hubo aplausos, pero no ovación, como yo me esperaba. Tal vez se deba, según me contaron, a que es bastante habitual que vayan a la cancha (un poco menos Bianchi) y no llama la atención su presencia. No lo sé.

Como decía, no soy hincha de

Vélez, cuyos simpatizan­tes se encuentran atrapados en una cierta tensión con los jugadores y en una abierta mala onda con la dirigencia. Quizás eso influyó –estar interesado­s en otras cosas– en que el aplauso, si bien entusiasta, no fuera tan intenso. Pero no para mí, que aplaudí a rabiar. Chilavert es el mejor arquero que vi en el fútbol argentino. Tenía todo, empezando por cómo atajaba cuando estaba bien físicament­e. Por momentos parecía imposible hacerle un gol. Luego, por los goles que él mismo hacía, rarísimo en esa época y en esta también. El gol a River desde antes de mitad de cancha es una de las máximas genialidad­es futboleras de la historia (una mezcla de inteligenc­ia, decisión y talento). Pero, sobre todo, Chilavert hacía otra cosa única, algo que parece imposible para cualquier otro: convertía al fútbol –el deporte colectivo por excelencia– en un duelo de uno contra uno, como esos en los westerns de Hollywood, en los que todo el pueblo se retira a ver cómo dos tipos se enfrentan. El pueblo entero resumido en un duelo entre dos, solo dos. Los demás como espectador­es. ¿Qué hacía Chilavert? En los días anteriores a partidos importante­s, comenzaba a hablarle al arquero rival (sus preferidos eran Burgos y Navarro Montoya, a los que tenía de hijos). Les hablaba a ellos y a nadie más que a ellos. Como si de los 22 jugadores quedaran solo dos: él y el arquero rival. Les hablaba –a través de la prensa– y los amenazaba con hacerles un gol. O, mejor dicho, les avisaba lo que iba a pasar. Porque eso pasaba: ¡les metía un gol! El fútbol convertido en una miniatura de dos, a ver quién desenfunda primero (que era siempre él).

Y sobre Bianchi, ¿qué decir? Que Julio Grondona le haya negado la posibilida­d de ser director técnico de la Selección argentina – puesto menor, como diría Magnetto– lo engrandece más. De entre todas sus virtudes, que obviamente son muchas, rescato su perseveran­cia por tener jugadores inteligent­es. Por supuesto, le importaba la calidad técnica y física de los futbolista­s, y otros aspectos. Pero, sobre todo, creía en la idea de que el fútbol es asunto de jugadores inteligent­es (que no es lo mismo que “vivos”: la llamada “viveza criolla” no me resulta muy interesant­e). Ya sin espacio, alguno de estos días volveré sobre la pregunta, entonces: ¿qué es ser un jugador inteligent­e?

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CEDOC PERFIL
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REUNIÓN CUMBRE. Chilavert y Bianchi, glorias de Vélez.

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