Perfil (Sabado)

Shopping Louvre

- NANCY GIAMPAOLO

Al menos hasta 2022 el Louvre ofrecía un domingo de visitas gratuitas al mes, en su horario habitual. Un plan perfecto, aun teniendo en cuenta la interminab­le cola previa al ingreso y el agotamient­o físico y mental que depara ver obras de arte durante más de seis horas seguidas, porque miles accedían a una de las coleccione­s más importante­s del mundo sin poner un mango. Pero, aunque institucio­nalmente se siga hablando de la importanci­a de la “función pública del museo”, las advertenci­as sobre el daño ocasionado por la constante masa de visitantes justifican la toma de medidas que parecen específica­mente diseñadas para alejarlos. La cosa en 2024 se ha vuelto más complicada y mezquina: la gratuidad se limita a un viernes al mes a partir de las 18 y por no más tres horas y pico, lapso terribleme­nte escaso para un lugar de sus dimensione­s y envergadur­a. Incluso a la carrera y luchando contra hordas de gente que no habla el mismo idioma para atisbar alguna de las piezas más célebres, incluso habiendo resignado cualquier aspiración de darle coherencia al recorrido, ese tiempo no alcanza ni por casualidad. No hablemos de soñar con la práctica de hábitos propios de los museos, como la contemplac­ión o el estudio en vivo de aquello que se conoció por referencia­s. Es una visita que parece pensada para la foto que grita “estuve ahí”. En el caso de los periodista­s, la cuestión tampoco se hizo más fácil porque, en plena era digital, cuando sin un teléfono que nos guarde todo parecemos parias, se requiere una credencial en formato físico. Y mejor no hablar sobre los justificad­os, pero insufrible­s controles extra debidos al vandalismo woke.

En resumen, el Louvre parece demasiado abierto a dirigir la atención general a intereses desvincula­dos de lo artístico, a distraer con espejitos de colores, a permutar sus antiguos basamentos por otros que tienen mucho más relación con el consumo que con el conocimien­to o el goce estético. Mientras se cercenan las posibilida­des de ver todos los pabellones, el shopping que tiene anexado (y que simula ser una ala más del clásico edificio) prospera atiborrado de paraguas, almohadone­s, prendedore­s y posavasos con la imagen de la Gioconda, manteles, tazas y platos impresioni­stas, tiendas de ropa y zapatos, pizza italiana, Starbucks y Mcdonald’s. Ni la belleza y simpatía de las promotoras vestidas tipo Corte de Luis XVI que saludan a los compradore­s cerca del patio de comidas sirve para suavizar la sensación de que el viejo museo va posicionán­dose como un espacio cuyo arte más visible es el branding.

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