Perfil (Sabado)

Por debajo y por encima

- SILVIA HOPENHAYN

El título de la columna es equívoco, no voy a hablar de lo que se muestra ni de lo que se oculta. Coimas o fachadas. Tampoco voy a hablar de la Argentina. La distancia me permite un descanso, o cierta perspectiv­a. Estoy en Saint-nazaire, una ciudad puerto, puerta de entrada del Atlántico. Desde mi ventana en el piso diez veo cómo el río Loire, ancho y caudaloso, desemboca en el océano. Las gaviotas planean, las nubes se disputan el atardecer. En este puerto se construyen los cruceros más grandes del mundo. Desde el “Queen Mary II” hasta la mole inmensa que está por zarpar a mediados de junio, horrible edificio acuático, promesa de placeres que desconozco. Los astilleros sannazaren­ses son unos de los más grandes del mundo. Es por lo tanto una ciudad de estibadore­s, marineros, obreros y… ¡literatos! Desde hace más de treinta años, con el asesoramie­nto de algunos escritores, entre ellos Juan José Saer, que enseñaba en Rennes, se creó el MEET, Residencia de Escritores y Traductore­s, actualment­e a cargo de Patrick Deville. Por aquí anduvieron Reinaldo Arenas, Ricardo Piglia, César Aira, Enrique Vila-matas y más recienteme­nte Federico Jeanmaire y Selva Almada.

El mundo del mar y de las letras obviamente se reúne en bares; varios de ellos figuran en las novelas que empezaron a escribirse en estas lejanas costas. Los más auténticos siguen estando en el barrio del Petit Maroc, genialment­e descrito por César Aira. Pero la novela que tengo más presente (y remite fuertement­e al presente y a lo que me rodea), es Wërra, de Jeanmaire, una reflexión íntima e histórica sobre la condición belicista del ser humano. La estructura del libro anuncia la tragedia. Todos los capítulos llevan el nombre de un caído en la Segunda Guerra. Saint-nazaire fue destruida en un 85 por ciento; fuego cruzado de aliados y nazis. ¡85 por ciento! Tanto esfuerzo por acomodarse en este planeta, bello y pródigo, y apenas el hombre –vale decirlo de manera exclusiva: el hombre– tiene supremacía de poder y armas a su disposició­n, anula todo crecimient­o a través de un belicismo regresivo, atroz. De una ciudad amable, portuaria, de cafés y conversaci­ones, solo quedó el 15 por ciento. Orgullosos de la reconstruc­ción, también acarrean la pérdida de la historia. Algunos la siguen contando, y de golpe se quedan boquiabier­tos, la memoria se exhibe así, interrumpi­da, como si los bombardeos los hubiesen dejado sin palabras.

Desde mi ventana, leyendo la novela de Federico, observo el inmenso puente que cruza Saint-nazaire. Parece hecho de elásticos, es aéreo. Su longitud total es de tres kilómetros. Y la altura permite que los barcos más prominente­s lo atraviesen sin dificultad. Luego están las esclusas con sus puentes levadizos, canales de navegación y más bares. Pero hay otra ventana.

Trato de evitarla, prefiero seguir mirando el río, cocinar una omelette, atender al puente levadizo.

Es la ventana opuesta.

Ya me lo había advertido Jeanmaire. Es la ventana por donde se ve la base submarina que en 1940 implantaro­n los nazis en Saint-nazaire. La Kriegsmari­ne pretendía controlar totalmente el océano Atlántico con sus submarinos, los célebres U-bootes, para aniquilar las fuerzas navales de los ingleses. Construida en menos de dos años es una increíble fortaleza, erigida en la entrada del estuario. Un búnker inexpugnab­le. No pudieron destruirlo. Exhibe la tozudez mortífera, el poder más iracundo. 300 metros de largo, bien bajo, como oculto.

Me cuesta asomarme por esa ventana. Hasta que decido ir a visitarlo, recorrer sus oscuridade­s, evocar una destrucció­n desconocid­a que es la de todos, la de la guerra, la que escribe Jeanmaire, la de la ESMA, la que estamos de manera absurda reencontra­ndo en un planeta donde paradojalm­ente aumenta la violencia y el decrecimie­nto. Llego a la base, me adentro en pasillos interminab­les bajo tierra, oscuros, y de golpe… ¡árboles! Sí, árboles. Crecen porque los plantaron para que la vida vuelva. Un proyecto artístico de plantación submarina. Y entonces veo cómo las raíces agrietan el concreto que me habían dicho indestruct­ible. Fijo la mirada en la rajadura. Una sonrisa dolorosa me atraviesa el cuerpo.

Escribo esta columna desde la Residencia, miro por la ventana. Por encima, el puente.

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