Manual de supervivencia para viajeros
”Malditos viajes”, de Walter Duer
Viajé. Tomé notas. Desayuné en hoteles. Una, dos, tres, mil veces. Fui más torpe que de costumbre para juntar anécdotas graciosas. Me senté. Las escribí.
Volví a viajar. Sumé historias. Perfeccioné las que había. Me peleé con el conserje de un hotel. Le puse una trampa mortal a un bailarín en plena función en la Ópera de París. Esperé inútilmente mis valijas en un aeropuerto. Una, dos, tres, mil veces. Negocié upgrades que nunca recibí. Compré souvenires vomitivos. Los regalé. Volví a la casa de quienes los recibieron, para corroborar que no estaban exhibidos. Me subí a trenes, subtes, taxis, mototaxis, veleros, yates, cruceros, botes, lanchas, sulkys, helicópteros, planeadores, submarinos y cuanto medio de transporte se me cruzó. Comí horrores amorfos -menos pescado, nunca cedo en eso-. Hice deportes que me daban pánico. Se me demoraron vuelos. Una, dos, tres, mil veces. Aterricé, sano y salvo.
Pasé buena parte de los últimos 23 años de aquí para allá: eventos de prensa, investigaciones para libros, entrevistas en el otro rincón del mundo, periodismo de viajes propiamente dicho, viajes de placer. Hubo momentos de mi vida en los que pasé más tiempo en tránsito que en tierra firme. Ante tanta inestabilidad -geográfica y emocional-, en una ocasión, mientras disfrutaba ese café horrible que sirven en los aviones –con doce horas por delante en un asiento que apenas se reclinaba, tras lo cual me esperaba una cola infernal en Migraciones en el destino- me pregunté: ¿Por qué nos gusta tanto viajar?
A mi alrededor, madres a punto de desmayarse porque llevan a upa a un niño de cuatro años hacía horas, jóvenes con mochilas que duplicaban su masa corporal y personas maduras que se acaban de despilfarrar medio sueldo en un taxi al aeropuerto. Adultos mayores, con problemas de movilidad, que tienen por delante horas de incomodidad y esperas para llegar a una playita. ¿Cómo funciona? ¿Por qué una actividad tan orientada al sufrimiento, como la de los viajes, tiene tantos adeptos?
En el camino recibí algunas pistas. Hoy puedo decir que gracias a los kilómetros recorridos pude ver en vivo dos veces a Steve Jobs (una de ellas, el mismo día en que se lanzó la primera computadora de wifi de la historia) y una a Bill Gates, que le estreché la mano al Papa Francisco en una de sus audiencias de miércoles -nunca fui a buscar la foto-, que estuve en la sala de prensa dl imponente palacio Beurs van Berlaje de Ámsterdam el día que coronaron a Máxima, que me senté en las escaleras del fondo justo al lado de Alan Rickman, en una sala a reventar del Festival de Cine de Mar del Plata y que fui confundido con alguien famoso cuando caminé la alfombra roja que llevaba al evento inaugural de la London Fashion Week de 2008 -y, a pesar de mi aspecto tan poco glam, recibí una centena de flashes.
Recorrí más de sesenta países, desde los infinitos Brasil, Canadá y la lejana China hasta los diminutos Liechtenstein y Vaticano y desde las república más antigua (San Marino, también diminuto por cierto) hasta uno de los más nuevos (Curazao, autónomo desde 2011), pasando por territorios ocupados, colonias remanentes, fronteras difusas y micronaciones: pedazos de tierra con declaraciones de independencia que ninguna nación reconoce, pero con historias fantásticas. Manejé en una veintena de estos países, me multaron en una decena y por pura casualidad no recibí una infracción en la Isla de Pascua, un territorio apenas poblado: un buen hombre me advirtió que el fragmento trasero del auto de alquiler que acababa de estacionar coincidía con una fracción de cordón amarillo en esa calle despoblada. “Si lo ven los carabineros, lo multan”.
Me metí tierra adentro en la Argentina. Acumulo al menos 300 pueblos de todo el país que reúnen una característica en común: en todos ellos hay una estación de tren abandonada.
El resultado de todos mis periplos y elucubraciones es Malditos Viajes. El libro fue publicado recientemente por editorial Kamal, un sello nuevo que parece que busca especializarse en esto de reflejar experiencias y sentires de viajeros. Allí condenso, con humor, todas esas pequeñas tragedias que pueden ocurrirnos cada vez que nos alejamos de casa. No logré dar respuesta a ninguna de las preguntas que me planteé, pero sí recopilar anécdotas que, por la universalidad de los temas que tratan, pueden verse como un manual de supervivencia para viajeros o, simplemente, como una guía para comprender qué tan masoquistas somos cada vez que decidimos pagarnos un pasaje para pasarla bien. Estas páginas no brindan consejos para aprovechar mejor una estadía en Nueva York, recorrer los lugares secretos de París ni descubrir las bodegas más exclusivas de Mendoza. Ofrece algo mucho mejor: información para saber a qué se atiene uno cada vez que arma una valija y se aleja de su casa.
WALTER DUER