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La dinastía de jugadoras

- ▶ Sofía Checchi

Cuenta la leyenda que en los 80 conoció el Atari en la casa de una hermana. Una sobrina declara haberse despertado a la madrugada y contemplar a su tía, torso inclinado sobre el joystick, enlazando vaquitas en el Stampede. Tardaría poco en comprarse un clónico Dynacom. Su primera hija recuerda que la veía horas jugando al Basketball, aunque ella no entendía qué pasaba con esos píxeles.

En los 90, consiguió un CD-ROM en un local de la avenida principal de Junín, con un juego que seguro le iba a gustar porque había que resolver problemas con ingenio. El estante inferior del mueble de la CPU se pobló de guías de aventuras gráficas. “Es el último recurso fijarse, hay que pensar”, me decía, mientras jugábamos todo lo que podíamos al Grim Fandango antes de que se trabara. Yo agradecía los doblajes castizos porque no sabía leer tan rápido.

En 2005 me regaló una NES, cuando mis compañeros de primaria ya tenían la Play 2.

Ese día dupliqué su gesto y jugué toda la noche al Mario. Nos enojábamos por dejarnos en el piso de abajo del Ice Climber. Reímos cada vez que el domador del Circus Charlie ardió en llamas.

Hoy le reservo unas horas en cada visita para que retome sus partidas en mi Nintendo, y nunca falta el reclamo de que no le bajé jueguitos nuevos. Para ella, todo eso y mucho más, porque mi mamá me enseñó prácticame­nte todo, pero lo más importante es que con el botón derecho se abre el inventario.

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