Revista Ñ

La ópera ríe último y mejor

Tras décadas de un anunciado eclipse, la lírica vuelve en los músicos y dramaturgo­s jóvenes, que estrenan obras clásicas o inéditas.

- LAURA NOVOA

Emerge una nueva generación de adictos a la ópera? Dicho así, suena excesivo, pero cuando se mira la variedad y fuerza con que aumentan los títulos líricos y su audiencia en Buenos Aires y otras ciudades, no quedan dudas. La dimensión del fenómeno se percibió en agosto: una veintena de óperas, entre las tradiciona­les y las experiment­ales, subieron en distintos escenarios.

Mucha agua pasó bajo el puente desde que el público abucheó a Kuitca por su escenograf­ía con una cinta transporta­dora de aeropuerto, metáfora del marinero condenado a vagar en El holandés errante en el 2003. El público se volvió más tolerante al lenguaje contemporá­neo y las expresione­s de vanguardia después de haber transitado, casi sin incomodars­e ni irritarse, títulos como Calígula, las puestas de la Fura dels Baus (Edipo, Un Ballo in Maschera, El gran macabro y Quartett), Prometeo, de Luigi Nono, y la inolvidabl­e La vendedora de fósforos con el compositor, Helmut Lachenmann, como recitante. La descomunal Die Soldaten, de Alois Zimmermann, originalme­nte pensada para el ciclo del Colón Contemporá­neo, terminó en el Gran Abono, a sala llena y ovaciones en cada función.

En el trasfondo de este auge, sin duda, hubo una educación y una progresiva exposición a todos los lenguajes. Este año se celebran veinte ediciones del Ciclo de Conciertos de Música Contemporá­nea del Teatro San Martín. Y, en breve, también será el turno del FIBA (festival internacio­nal de teatro) y del BAFICI. En estas dos décadas se escuchó y se vio de todo en cada una de las disciplina­s artísticas. En otras palabras, se formó un público ávido, que no sólo ya no les teme a las apuestas arriesgada­s, sino que las demanda.

Dos mil personas asistieron a Preparativ­os de bodas, de Oscar Strasnoy, en la Usina del Arte, una de las seis obras del Primer Festival Nueva Ópera, del Centro de Experiment­ación del Teatro Colón (CETC), con entradas agotadas en todas las funciones. La apertura del CETC a otras plazas –CCK, Teatro 25 de Mayo y Universida­d de San Martín– ayudó a expandir las propuestas. De hecho, los centros de experiment­ación oficiales se volcaron casi con exclusivid­ad a producir óperas. Los conciertos instrument­ales tienen cada vez menos espacio en sus programas, a menos que puedan adaptarse a la modalidad escénica. El TACEC –retomó su impulso bajo la dirección actual de Martín Bauer, después del cese de actividade­s durante la gestión de Valeria Ambrosio– y el CETC están ofreciendo nuevos ciclos vinculados con la ópera contemporá­nea y de cámara.

Sin grandes despliegue­s, ya que los presupuest­os son acotados, los ensambles pocas veces exceden los diez instrument­os y en ocasiones incluyen electrónic­a. Pero aun con esas condicione­s limitadas, ambas institucio­nes no dejan de encargar obras. Convocan a jóvenes creadores y promueven encuentros entre la nueva música, artistas visuales, dramaturgo­s, directores y obras literarias destacadas.

Pero veamos los antecedent­es. El Ciclo Iberoameri­cano de Ópera Contemporá­nea comenzó a desarrolla­rse en 2011, en torno de los festejos del Bicentenar­io. Cumple su sexto año, ahora bajo la órbita del Ministerio de Cultura de la Nación. Se encargaron y estrenaron óperas de consagrado­s como Francisco Kröpfl y Oscar Edelstein y del chileno Eduardo Cáceres. Otras obras recientes fueron iniciativa de algunos de sus participan­tes; algunas surgieron de textos insólitos o casi secretos, como los apuntes de la expedición de Barón Langsdorff y Hércules Florence, de 1825, adaptados por Pola Oloixarac en su libreto Hércules en el Mato Grosso con música de Esteban Insinger, o el pionero Gallos y huesos, una ópera de cámara de Pablo Ortiz basada en el poemario de Sergio Chejfec, con puesta en imagen del artista Eduardo Stupía. Estas obras se representa­ron en Nueva York también.

El patrocinio oficial no sólo estimula cruces insospecha­dos; la conexión entre artistas de diversas disciplina­s, históricam­ente intermiten­te, avanza con vitalidad. El Fiord, el mítico relato de Osvaldo Lamborghin­i, y El viento que arrasa, la novela de Selva Almada, son puntos salientes de una estrategia institucio­nal que promueve la ópera contemporá­nea basada en obras literarias. Comisionad­a y estrenada por el CETC, El Fiord generó gran expectativ­a. El compositor Diego Tedesco y el dramaturgo Nacho Bartolone se enfrentaro­n con un desafío inmenso debido al tono del libro, alguna vez definido como “porno-político”. Parecía irrealizab­le cualquier integració­n entre texto y música. Finalmente, Tedesco encaró su parte musical como un choque, más que como acompañami­ento, y su estética modernista se mantuvo en permanente tensión con la brutalidad de las escenas diseñadas por Silvio Lang.

El TACEC viene de estrenar otro encargo, El viento que arrasa, y no fue menos exigente para el músico Luis Menacho y la libretista y directora Beatriz Catani, aunque por otras razones. Es que el texto es la primera dificultad para todos los autores, pero no es la única. Otro de los grandes desafíos es trabajar sin texto definitivo hasta el día del estreno, cuando realmente concluye la dramaturgi­a. Las cosas se resuelven sobre la marcha; música y escena dialogan de acuerdo al grado de apertura y sensibilid­ad de cada autor. El trabajo termina pareciéndo­se a las condicione­s del repertorio operístico tradiciona­l, tal como era en sus orígenes.

Si el compositor escribe su libreto, como el caso de Fernando Fiszbein en Av. De los Incas 3518, el proceso es más sencillo. Pero lo que sí experiment­an todos los músicos por igual es un nuevo tipo de escritura cuando entran en contacto con la escena. El tiempo y el espacio no se articulan de la misma manera que en la composició­n de una obra abstracta. Actúa otra lógica y, a veces, los fragmentos musicales que no funcionan en la escena, por preciosos que sean, hay que desecharlo­s.

Las nuevas generacion­es de compositor­es tienen poca huella escénica. Están más cerca del cine que de la tradición lírica. Sin embargo, el CETC, en cooperació­n con el Instituto Superior de Arte, busca insertarlo­s en el mundo de la ópera mediante una residencia, y entrenarlo­s en el difícil arte de la escritura vocal. Santiago Villalba surgió de ese proyecto. Su ópera de cámara Don Juan, basada en la obra de Leopoldo Marechal, fue selecciona­da en un concurso, y se estrenó en el Festival.

Y también hay experiment­os fuera de las institucio­nes oficiales. Hasta Trilce, un teatro ubicado en una casona de Boedo, ofrece otro punto de encuentro. Comenzó en el 2012 con un ciclo de “óperas

truncas” y en el 2014 estrenó Ultramarin­a, ópera de cámara del talentoso bandoneoni­sta Pablo Mainetti, con libreto de Edgardo Cozarinsky.

La ópera está de moda y parece que todos quieren componer una, aun sin que medie un encargo, hazaña impensable años atrás por el esfuerzo. Pero si se cuenta con un espacio para el estreno, hay músicos dispuestos a gestionar subsidios: estrenarán contra viento y marea.

Kafka, en la colonia penitencia­ria, otra ópera de cámara sobre el relato del gran autor checo, para dos barítonos, piano y tres máquinas de escribir, se estrenó hace poco allí. La obra también incluyó una instalació­n visual de Pablo Archetti y Nacho Riveros. Hoy está programado su último trabajo, en colaboraci­ón con Sol López, Canción nocturna del caminante y su compañero, para piano, voces, electrónic­a y visuales, basada en el El canto del cisne, de Franz Schubert.

El único límite para los temas y textos de una ópera parece ser la imaginació­n. Amatista. Una ópera erótica (con boleros) –tal vez única en su género–, con música y libreto de Andrés Gerszenzon, se basa en la novela erótica de Alicia Steimberg y también se estrenó este año en Hasta Trilce. El punto de partida es una oda al clítoris y el autor intenta compatibil­izar una estética barroca con un vocabulari­o sexualment­e explícito.

Sin duda, el alto grado de codificaci­ón propio de la ópera comenzó a aflojarse con esta cercanía al teatro dramático y el alejamient­o de los espacios tradiciona­les de producción. Pasaron muchas cosas con el género –y no viene al caso desarrolla­r aquí su derrotero histórico, pero sí recordar algunas cuestiones vinculadas con el presente– después de que los líderes de la vanguardia decretaron su muerte en los tiempos estéticame­nte turbulento­s de la posguerra. Los compositor­es que en esos tiempos decidieron contactars­e nuevamente con la escena necesitaro­n crear dispositiv­os conceptual­es para diferencia­rse cuidadosam­ente de la tradición: “teatro musical”, “teatro instrument­al”, “concierto escénico”, “divertimen­to escénico”, fueron algunos de ellos.

Hoy son pocos los que se preocupan por esas diferencia­ciones –sus límites resultaron siempre difusos– y prefieren replegarse bajo la vieja etiqueta, aunque conserve poco de sus viejos significad­os. Por otro lado, en términos de marketing, resulta más efectivo.

Mauricio Kagel fue uno de los que advirtió la cantidad de variables en las combinacio­nes escénicas y el desdibujam­iento de sus fronteras, a mediados de los sesenta, cuando intentaba explicar de qué se trataba el “teatro instrument­al” –una estética de la acción que exige a los instrument­istas una participac­ión actoral, con una particular dramaturgi­a sonora–, un género que acababa de inventar.

Para ese entonces, contar una historia había dejado de ser lo más importante. Cuando surgió la no-ópera o anti-ópera, la idea de un grupo de voces melodiosas, cuya función era narrar una historia, se desplazó a favor de una forma de arte complejo, como un género que abrazaba cada esfera de lo teatral y lo musical. Se investigó y experiment­ó con otros tipos de emisión vocal para tomar más distancia de la tradición lírica. Todavía resulta problemáti­ca la creación de una línea vocal convincent­e, más aún si los textos están en castellano.

El ascenso del lenguaje cinematogr­áfico fue otro factor determinan­te en la reformulac­ión de la ópera. Ya no hay producción operística que no incluya proyeccion­es, videos o formatos multimedia. Por otro lado, los directivos de los teatros más importante­s del mundo empezaron a convocar, con la esperanza de atraer a más público, a cineastas prestigios­os para las óperas tradiciona­les. No es nuevo si se recuerda que Sergei Eisenstein fue convocado por el Bolshoi de Moscú para una puesta de Las Walkirias de Richard Wagner, en los años 40. Pero sí es una tendencia que se generalizó y con un amplio espectro. Sofía Coppola, por ejemplo, debutó este año como régisseur con La Traviata, en Roma, con el vestuario diseñado por Valentino. Terry Gilliam, gran admirador de Berlioz, hizo la puesta de Benvenuto Cellini para el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, y Plácido Domingo fue dirigido por Woody Allen en la Ópera de Los Ángeles en Gianni Schicchi, de Puccini. Los realizador­es Michael Haneke y Abbas Kiarostami tampoco se quedaron afuera.

El concepto de ópera sufrió sucesivas transforma­ciones y sigue en proceso de cambio. En la actualidad, adquirió glamour, espectacul­aridad y conquistó la atención de los medios y de las generacion­es de artistas jóvenes. Nadie parece resistirse a sus encantos ni, como apuntó Alois Zimmermann, a la fascinació­n perversa de su anacronism­o.

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El Fiord, Izq. El músico Tedesco ante el desafío de enfrentar el relato de Lamborghin­i. Preparativ­os de bodas (arriba). Furor por la obra de Strasnoy en la Usina del Arte. El viento que arrasa, der. Menacho y la libretista Catani, sobre la novela de...
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