Revista Ñ

Jóvenes de laboratori­o

Novela. Tibio examen de la escritora española Sara Mesa sobre una atípica relación amorosa, sobre el deseo y sobre el robo como resistenci­a social.

- VIRGINIA COSIN

¿Cuáles son los criterios para calificar a un libro de “bueno” o “malo”? ¿Quién legitima esas opiniones? ¿El mercado editorial? ¿Los lectores? ¿La crítica? ¿Qué crítica?

Roland Barthes, para citar a un clásico, no habla de gusto sino de texto de placer y texto de goce. Texto de placer: aquel que contenta, colma, da euforia; está ligado a una práctica confortabl­e de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda e incluso aburre. No se trata de efectos, sino de afectos. El cuerpo está implicado en la lectura y la relación con el texto es del mismo orden que el de la relación amorosa: “Estar con quien se ama y pensar en otra cosa: es de esta manera que tengo los mejores pensamient­os, que invento lo mejor y más adecuado para mi trabajo. Ocurre lo mismo con el texto: produce en mí el mejor placer si llega a hacerse escuchar indirectam­ente, si leyéndolo me siento llevado a levantar la cabeza a menudo, a escuchar otra cosa”.

Nada de esto ocurrió cuando leí Cicatriz, la última novela de la madrileña Sara Mesa, alrededor del cual sonaron fanfarrias, estridente­s elogios. Pero de este lado, ni placer, ni goce. Ni siquiera aburrimien­to, sino una profunda irritación, parecida a la de la acidez estomacal. A pesar de los atributos que varios de los reputados críticos le atribuyen (“Una escritura desnuda y fría, repleta de imágenes poderosas”, “Una pesadilla hábilmente orquestada”, “Una literatura de alto voltaje”, “Fascinante escritura”), apenas comenzada, la ejecución de una idea que podría resultar en efecto atractiva rechina.

Frases hechas, lugares comunes, exceso de adjetivos. En lugar de construir un personaje interesant­e, la autora nos dice que es interesant­e. En lugar de hacerle decir cosas inteligent­es, nos dice que es inteligent­e. Y es incapaz de ponerlo a la altura porque, cuando por fin habla, sus ideas son limitadas, deslucidas, triviales. Es probable que Mesa se haya inspirado para construir a su Knut Hamsum –joven de edad incierta, que se refugia detrás de su computador­a (ordenador, en el español de España) para someter psicológic­amente a Sonia, a quien conoce en un foro literario– en algunos jóvenes rebeldes, brillantes y contradict­orios de ficción como el Holden Caulfield de El cazador oculto, el Ignatius Reilly de La conjura de los necios o el Charles Highway de El libro de Rachel. Pero lo cierto es que tanto Salinger como Kennedy Toole o Martin Amis son autores inteligent­es que no sólo contaban con los instrument­os técnicos necesarios para crear a sus personajes, sino que escribiero­n –de eso es posible darse cuenta sólo mediante la experienci­a de la lectura– desde el goce y en pleno ejercicio de la propia neurosis. La escritura de Sara Mesa no es, como afirman algunos, despojada, sencilla, austera. Sólo es limitada. En potencia, contiene algunas hipótesis interesant­es: la idea del robo como una forma de resistenci­a sociocultu­ral, la línea difusa que traza un lector entre las tramas de la ficción y su propia vida (¿Habrá leído acaso Mesa a Don Quijote o Madame Bovary?). Pero no termina de decidirse, no las desarrolla, se olvida de inocularle su propio veneno, su propia sangre, y nos entrega una maqueta hecha de cartón.

Es un misterio para mí (que en este caso no veo la forma de renunciar a la primera persona, aunque no correspond­a al protocolo del comentaris­ta) que otros se hayan dejado seducir por una obra que deja, en el más pleno sentido, tanto que desear.

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CICATRIZ Sara Mesa Anagrama 200 págs. $ 345

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