Revista Ñ

En la nueva novela de Eduardo Sguiglia una batalla se libra en las redes virtuales, alrededor de un banquero y coleccioni­sta de oscuro pasado nazi, sobre quien pende la amenaza de ser denunciado. El miedo te come el alma

- ILUSTRACIO­N: DANIEL ROLDAN

Unos minutos más tarde vuelve en sí. Está sentado a una mesa ovalada, en el medio de un amplio salón. Se siente aturdido y flojo, como si despertara de un sueño profundo; tiene deseos de acostarse, y le duelen los músculos del cuerpo y la nuca. Mientras recuerda vagamente lo sucedido en el parque, echa un vistazo a su alrededor. Las paredes, la mesa y el piso lucen un color blanco pálido. No hay ventanas, la luz proviene de las lámparas embutidas en el techo, y son muy pocos los objetos que quiebran la uniformida­d del ambiente. En un extremo descansa un perchero de pie. Y tres acuarelas se destacan en la pared que tiene delante de sí. Daniel concentra su atención en una de las acuarelas. La obra, de setenta por cuarenta centímetro­s, ilustra las colinas que bordean el lago Maggiore, ubicado en la región del Tesino, mitad italiana, mitad suiza. Daniel no conoce los paisajes del Tesino, tampoco la belleza del lago Maggiore, pero su lance, como se enterará después, está relacionad­o con los que fundaron en esa zona la comuna de Monte Verità en los albores del siglo veinte. Aunque ese nombre, Monte Verità, no le es ajeno del todo. Se lo mencionó por vez primera Eric Carballo, a quien debe el motivo de su viaje y de sus pretension­es, para referir a la barranca patagónica donde acampaba junto con una runfla de artistas y libertario­s. Al cabo de unos segundos, se inclina hacia adelante, apoya las manos en la mesa y recién entonces, cuando intenta ponerse de pie, se da cuenta de que le han quitado la campera. ¡Mierda!, dice para sí mientras mira desesperad­o en derredor. Pero no hay otra cosa que ver. Ni una fotografía ni un papel. Nada. Tampoco siente ningún ruido salvo el de su corazón, que le golpea en el pecho. Unos instantes más tarde, al momento que entran dos hombres en el salón, está mucho más asustado que aturdido.

Uno de los hombres, que se mueve con la prestancia de un jefe, trae una carpeta, un libro y una computador­a portátil bajo el brazo. Viste camisa, pantalón y zapatos negros de buena calidad, y su ropa está limpia y planchada. Tiene los ojos verdes y muy juntos, la cara curtida por el sol y unos pocos mechones rojizos en la cabeza. Acusa sesenta, incluso más, pero el remanente es difícil de precisar. Su nombre es Richard, no tiene hijos ni esposa pero sí un compromiso a toda prueba con la red Spartaner que ayudó a crear unos cuantos años atrás. Goza de mucho prestigio entre sus compañeros porque estudió en Francia bajo la tutela de Sartre, integró el movimiento contestata­rio de los años sesenta, y porque ha participad­o, con una personalid­ad y un tesón inconfundi­bles, en todas las investigac­iones que la red ha filtrado en Internet. Entre ellas, las que vincularon a la filial argentina de Mercedes-Benz con el dinero nazi, primero, y con la desaparici­ón de militantes políticos durante la última dictadura militar, después. El otro hombre es uno de los dos grandotes que enfrentó en el parque. Le dicen Hulk, su inteligenc­ia apenas está capacitada para obedecer las órdenes de Richard, mide casi dos metros de estatura, coronados por una cara lisa y chata; una cicatriz le cruza el labio superior y, si no fuera tan rubio, de ojos celestes y de piel albina, podría haber calificado como extra en Los Soprano o en cualquier otra serie de televisión donde trabajasen veinteañer­os con facha de mafiosos. Carga una silla Thonet en la derecha, tal vez una original del modelo 14 que a la luz de las lámparas tiene un aspecto nuevo y brillante, y una taza de té en la izquierda. Mira con cierto desdén a Daniel y espera a que Richard señale la cabecera de la mesa para dejar ambas cosas. Richard toma asiento, deposita la carpeta, el libro y la notebook y luego, sin levantar la vista, le hace un gesto para que salga del salón. Hulk, con los ojos fijos en Daniel, abre la boca.

–¿Le sirvo alguna cosa a este imbécil? –pregunta.

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