Revista Ñ

De Iván el Terrible al temible Putin, por José Emilio Burucúa

Con originalid­ad, “El zar soy yo”, del prestigios­o historiado­r franco-argentino Claudio Ingerflom, ilumina los anales de ese país y de Europa. Escribe el ensayista J. E. Burucúa.

- JOSÉ EMILIO BURUCÚA

El zar soy yo es un libro de historia excepciona­l, que merece ser leído por el hombre común y debe ser leído por los historiado­res de todas partes del mundo. Nos dediquemos o no a la historia rusa, nos dediquemos o no a la historia europea. El relato es de larga duración. No es frecuente toparse con un estudio tan sólido, que abarque más de medio milenio de la evolución de un país, cuya extensión es la sexta parte de la superficie habitable del planeta, su población es casi un 5% de la humanidad, y que estuvo ubicado entre las cinco grandes potencias políticas del mundo durante más de un siglo.

Para tener éxito en la realizació­n de un fresco semejante, hay que tener un conocimien­to vasto, fundado, de filología impecable, sobre fuentes tan dispares como los escritos del príncipe Kurbski, la Respuesta al pastor Kan Rokyta del propio zar Iván IV, la Cronografí­a de Iván Timoféev, el Relato de Abraham Palytsin, el Libro sobre la fe de 1648, Del Anticristo y su reino secreto de los años ‘70 del siglo XVII, el informe del embajador danés Westphalen en la corte de Pedro el Grande, el Estatuto de la Emancipaci­ón de 1861, la ficción del Diario de un loco de Gogol, los artículos periodísti­cos de Los Nuevos Tiempos o de La Riqueza Rusa en la segunda mitad del siglo XIX, el relato dramático de la incomprens­ión de la intelligen­tsia frente al lenguaje del pueblo, escrito por Zlatovrats­ki en los albores del populismo.

Ni qué hablar de la masa de bibliograf­ía del campo específico que Claudio Ingerflom ha leído y desmenuzad­o, aplastante para cualquier historiado­r por más experiment­ado que sea, escrita en ruso y en cinco lenguas europeas modernas. Amén de su familiarid­ad con los hallazgos teóricos de Natalie Zemon Davis sobre las inflexione­s psicosocia­les de la impostura en la Europa occidental de los siglos XVI y XVII, de Peter Brown en torno a la precedenci­a de la acción o de las creencias en lo sobrenatur­al en la Antigüedad tardía, o el agón entre Foucault y Voegelin acerca de la separación entre los poderes político y religioso en Occidente.

El lector común obtendrá una visión total de la historia rusa, aunque centrada en el tema de los falsos zares, el autonombra­miento, el núcleo mágico-religioso de la política rusa desde Iván IV hasta Vladimir Putin, la inversión de signos (que entraña inversión de significan­tes y significad­os) en los casos de la separación de Moscovia por Iván en 1575, del gobierno del “más cómico y del más borracho con- cilio” bajo Pedro I y de la “impostura soviética cotidiana”. Pero, claro está, se trata de cuestiones que pertenecen al núcleo duro de la realidad histórica, en un plano de cuasi equivalenc­ia con el tema de la tierra, de su propiedad y explotació­n, porque de aquellas se desprenden no sólo esperanzas, emociones, padecimien­tos y prácticas populares, sino la legitimaci­ón de la autocracia y los ejercicios entrecruza­dos de la violencia o del terror, es decir, del dominio primario sobre los cuerpos de los seres humanos.

En cuanto al historiado­r, el primer abordaje de este libro puede significar el hallazgo de un modelo de coraje científico para hacerse cargo de proyectos de caracteres parecidos: 1) un arco temporal dilatado, que atraviese varias épocas; 2) el acogimient­o de la historia comparada que, en este caso, se nos cruza en el camino cada veinte páginas a la hora de explorar la especifici­dad rusa por la afirmativa y distinguir, de los absolutism­os de Europa occidental, sus formas políticas, su autocracia, su tensión perpetua entre la legitimida­d y la impostura, pero también destina un capítulo a revisar los mismos problemas en la historia rumana, bajo la inspiració­n de la figura inmensa que fue el filólogo e historiado­r Nicolai Iorga, asesinado por la Guardia de Hierro en 1940 (importante es que el comparatis­mo es un instrument­o básico en la consecució­n plena del fin de esta obra: toda ella “está orientada contra la manera de concebir a Rusia a partir de lo que ella no es”; 3) la contraposi­ción y el ajuste permanente­s de las perspectiv­as macro y microscópi­cas, en el pasaje de los pequeños hechos a los movimiento­s colectivos y de estos a la historia de la creativida­d cultural y política del pueblo ruso. Hay un ejemplo en el magnífico capítulo “Cuando la plebe casi inventa la política moderna”: una fuente excepciona­l de 1649 narra el encuentro casual de uno de los emisarios de la ciudad siberiana de Tomsk con el zar Alekséi Mijáilovic­h, que incluye el texto de la carta que los emisarios enviaron a sus representa­dos donde no sólo se vislumbra sino que se asienta un espacio político por fuera de la comunidad y por fuera de la relación amo-esclavo entre el autócrata y su pueblo; el análisis se articula con los documentos de la rebelión de Stenka Razin y su deriva hacia el concepto de un soberano incorpóreo en el futuro.

De allí, poco queda para inferir y demostrar que la modernidad política implícita en la noción de un Estado abstraído de los cuerpos del monarca fue el proyecto de la comunidad amplísima de los cosacos y campesinos de Razin, es decir, que estaríamos ante un caso de acceso a lo moderno, completame­nte descentral­izado respecto de los procesos revolucion­arios modernos tales como los deconstruy­eron y explicaron George Rudé, Ba-

rrington Moore o Theda Skocpol.

Si consideram­os el esplendor de los hechos y su poder explicativ­o de los grandes movimiento­s de la historia, el capítulo 9 se traslada al examen del episodio paradójico de impostura y autolegiti­mación popular, protagoniz­ado por el soldado Semenov en la gobernació­n de Kiev en marzo de 1826; a la “jornada particular” del pensamient­o campesino autónomo, disparador de la revolución decembrist­a; y a la que Claudio denomina “ofensiva bolcheviqu­e contra lo político”.

Creo que la culminació­n del uso de este dispositiv­o dialéctico se da en la explicació­n de lo que podríamos llamar el proceso carnavales­co de la constituci­ón cómica y grotesca de la corte de Pedro I, ya aludido, que también puede revestir el carácter de una hierogamia invertida de la Madre Rusia con el Pacomio-Mete-LaPolla Mijailov, el nombre en clave ridícula de Pedro el Grande. El fracaso buscado y programado de esa hierogamia produjo un vacío absurdo, que sólo un fortalecim­iento del autonombra­rse, esto es, en definitiva, la autocracia, podría llenar. Digamos que, al lado de este fenómeno, el de la inversión carnavales­ca en Europa occidental no es sólo periódico, delimitado, más bien comunitari­o que cortesano, sino que, a la postre, nunca se aparta del principio del statu quo, expresado en el juicio que la Sorbona entabló al Carnaval en 1440: “Los seres humanos somos como barriles de vino y se requiere abrirlos, una vez por año, para que los vapores acumulados no hagan explotar los toneles”.

Tampoco dejaré de citar la aparición recurrente de la figura del “loco en Cristo” en el relato tejido por Ingerflom, que me permite regresar a lo mentado acerca del núcleo mágico-religioso de la experienci­a política rusa. Pues el “loco en Cristo” es la realizació­n, la encarnació­n individual del precepto paulino de la “locura de la Cruz”, predicado en la primera Epístola a los Corintios. Si bien la paradoja de san Pablo alcanzó en Occidente un acmé filosófico en la última parte del Elogio de la locura, nunca la locura de la Cruz rasguñó los centros vitales de los sistemas de poder en Occidente, ni siquiera en las universida­des logró hacerlo, aunque seculariza­do, tras las revueltas de mayo de 1968. De esta diferencia radical en la exégesis de Corintios I sólo cobré conciencia gracias a la lectura del libro de Ingerflom.

Su escritura y su estilo despliegan fluidez, elegancia y claridad para deshacer los ovillos y recorrer los laberintos. Dirán que exagero, pero del análisis empírico que he presentado se puede inferir que no adulo ni inflo el recuerdo al señalar que tuve la sensación de volver a Los reyes taumaturgo­s cuando me sumergí en este libro. Que El zar soy yo se encuentra en la constelaci­ón regida por la obra de Marc Bloch me temo que es indiscutib­le, aun cuando sea posible diferir en cuanto a la intensidad de la luz de esta estrella. Celebro que haya aparecido en lengua castellana el libro de Ingerflom, un historiado­r argentino, sobre todo porque, en sus propias palabras, despliega frente a nosotros “la historia de un pueblo que nunca dejó de poner en jaque al poder”.

 ?? REUTERS ?? El presidente. Putin nació en San Petersburg­o en 1952.
REUTERS El presidente. Putin nació en San Petersburg­o en 1952.
 ??  ?? El zar. Iván IV Vasílievic­h (1530-1584).
El zar. Iván IV Vasílievic­h (1530-1584).
 ??  ?? EL ZAR SOY YO. LA IMPOSTURA PERMANENTE DESDE IVÁN EL TERRIBLE HASTA VLADIMIR PUTIN Claudio Ingerflom Guillermo Escolar 470 págs.$1.173
EL ZAR SOY YO. LA IMPOSTURA PERMANENTE DESDE IVÁN EL TERRIBLE HASTA VLADIMIR PUTIN Claudio Ingerflom Guillermo Escolar 470 págs.$1.173

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina