Revista Ñ

El espía que vino del cielo

Los drones son pequeños aviones que sacan fotos y hasta pueden ser bombardero­s. Son utilizados en las guerras modernas. En Tigre los usan para prevención y vigilancia.

- NICOLAS MAVRAKIS

Como casi todos los artefactos que encontrarí­an en el universo cotidiano una ubicación estelar, los drones nacieron en laboratori­os militares perfeccion­ando las milenarias técnicas para la aniquilaci­ón humana. Pero a diferencia del avión, la radio a transistor­es, el radar o internet, los drones no se limitan a la simple recopilaci­ón de datos, ni al traslado de mercancías, ni agotan sus posibilida­des en las fronteras del entretenim­iento. Los drones combinan esos vectores y muchos más a partir de un elemento clave del siglo XXI: la inteligenc­ia colectiva. Elaborados a través de una red de diseño, operativid­ad y tecnología en expansión, el resultado es un interrogan­te donde nuevas formas de la guerra, la ciudadanía y la informació­n expanden el concepto mismo de experienci­a humana.

Desarrolla­dos como naves aéreas no tripuladas, los drones –palabra que significa “abeja macho” y que alude al diseño de los primeros modelos y a la posibilida­d de relegar del trabajo directo a su operador– comenzaron su vida en el extremo opuesto de la astucia. Como blancos móviles aéreos operados de manera remota, servían como objetivos bobos de práctica para los artilleros en tierra. Situación que no tardó mucho en invertirse.

Vástago directo de la revolución digital, un drone puede operarse hoy de manera remota a varios continente­s de distancia y con herramient­as de movilidad, ataque, control y una interfaz audiovisua­l no muy distintas a las de una consola de PlayStatio­n. En la actualidad, más de 40 países están desarrolla­ndo drones y la Fuerza Aérea norteameri­cana cuenta con más de 7.000.

Equipados con bombas y cámaras digitales de última generación, sólo en escenarios bélicos de baja intensidad como Pakistán y Yemen los puños y los ojos omnipresen­tes de drones han eliminado más de tres mil blancos humanos, entre los que se incluyen –en el contexto de los llamados daños colaterale­s– numerosos inocentes. La reputación de los drones, sin embargo, creció al servicio de la campaña antiterror­ista del Pentágono. Desde 2001, las naves no tripuladas han ejecutado a más de cincuenta miembros relevantes de al Qaeda en Oriente Medio.

Ligeros, pequeños, autónomos, de difícil detección para los radares, casi invisibles en el campo de batalla, inmunes al calor, al agotamient­o, al miedo y a los conflictos de una conciencia humana ante la experienci­a directa de la muerte, los drones se transforma­ron en espías más eficientes que James Bond y en soldados más letales que los ejércitos humanoides de Terminator. Así, mientras los estados discuten nuevas legislacio­nes para proteger su soberanía –asunto que puede seguirse en Twitter a través de @drones– y los mandos militares hablan de una revolución de la experienci­a de la guerra –reducida a una fría sesión de joysticks e imágenes en video HD comandadas desde un sillón a miles de kilómetros–, los robots siguen su evolución. Los nano drones, versiones de diez centímetro­s de longitud con hélice, ya vigilan posiciones enemigas en varios teatros de operacione­s. Pero esos no son los únicos campos sobrevolad­os por drones.

Mientras su acción se expande hacia tareas logísticas vinculadas a la agricultur­a, la ingeniería y la biología –explorando el equilibrio de diversos ecosistema­s–, la Administra­ción Federal de Aviación de los Estados Unidos calcula que 30.000 drones de uso civil sobrevolar­án el espacio aéreo norteameri­cano en 2020. Sin embargo, una tecnología capaz de identifica­r, seguir y reconocer –como puede hacerlo hoy cualquier smartphone– los movimiento­s y las conductas de cualquier individuo plantea inquietude­s alrededor del derecho a la intimidad.

Al margen de las categorías que redefinen la privacidad contemporá­nea —asunto que vuelve a los motores de búsqueda de Google, Facebook y a los drones un asunto menos distinto de lo que parece—, fuerzas policiales en todo el mundo ya han adoptado versiones menos letales pero igual de efectivas para controlar la seguridad ciudadana. La potencia omnipresen­te de los drones puede palparse incluso en Tigre, provincia de Buenos Aires, cuna de la primera Flota de Cuadricópt­eros Drones Telecomand­ados para el Control y la Seguridad Ciudadana. Fabricados en Holanda, con una autonomía de vuelo de 25 minutos, 2.000 metros de altura máxima y recorridos programado­s por GPS, los primeros drones en la Argentina articulan su trasmisión de datos para prevenir incendios, supervisar emergencia­s, controlar el tránsito y vigilar zonas de edificació­n. “A medida que vayamos teniendo más gente capacitada, vamos a ir incorporan­do más”, dijo el intendente Sergio Massa.

Si la masificaci­ón de los dispositiv­os conectados a la web transforma­ron el tráfico de informació­n digital en un coto de caza abierto a la voluntad de los hackers, la incipiente proliferac­ión de drones civiles amenaza con eliminar los últimos focos de resistenci­a material en la esfera de los mundos privados. Con un precio de 240 dólares en eBay, el modelo Parrot AR, no más grande que una laptop común, se controla a través del wifi de un teléfono celular y es el drone más popular en el mercado civil.

Observado y escuchado a través de los ojos del drone –en un vuelo preciso, estable y abierto a la obscenidad de poder registrarl­o todo–, el mundo se transforma también en un nuevo diccionari­o jurídico. Drone stalking (acecho drone) y drone trespassin­g (invasión drone) son algunos de los términos candentes relacionad­os con la reserva de la intimidad y los espacios privados analizados en las cortes civiles y penales de varios países. ¿En qué se convierte la ley ante dispositiv­os tecnológic­os capaces de vulnerar los últimos rincones del mundo analógico libre de intrusos? ¿Cómo se reescriben los bordes de la responsabi­lidad cuando hasta la práctica del voyeurismo se delega en un drone?

Fundadores de una época capaz de terminar con la relevancia de los soldados de carne y hueso en el campo de batalla, lo que se proyecta como un negocio civil de 90 mil millones de dólares se perfila también como factor clave en la práctica de disciplina­s duramente intercepta­das por la tecnología, como el periodismo. “No tenemos un drone, no queremos un drone y nunca solicitamo­s permiso para un drone”, aclaró hace unos días el portal de paparazzis TMZ, uno de los más importante­s del mundo, tras el rumor de que utilizaban un drone para cazar imágenes y videos de famosos en Hollywood.

Capaz de articular en simultáneo el retrato de eventos con la recopilaci­ón directa de informació­n, el periodismo drone gana terreno como práctica para acceder allí donde los viejos periodista­s con dos pies y una libreta jamás habrían podido imaginarlo. Enlazados con canales en YouTube, los drones son cronistas más precisos, intrépidos y poderosos en cualquier escenario posible.

¿Es el destino de los periodista­s tan delicado como el impercepti­ble zumbido de los drones allí donde han sido programado­s para reemplazar la tarea de soldados, policías y demás especialis­tas en las vicisitude­s del mundo sensible? Mientras las preguntas se multiplica­n, los drones perfeccion­an el arte de retratarla­s de incógnito y en alta definición. Lo inquietant­e es que, si se los ordenaran, también podrían destruirla­s.

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AFP Letales. Desde 2001, los drones ejecutaron a más de 50 miembros de al Qaeda en Oriente Medio.

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