Revista Ñ

El efecto de un cuento

-

Era ya de noche en Nueva Orleans cuando a Regis le tembló la mano y le cayó al suelo su vaso de leche, y me dijo: –Anda, repite el cuento, por favor, repítelo. A Regis, el hijo de mi amiga Soledad, se le veía tan terribleme­nte afectado por lo que yo acababa de contarle a su madre que no parecía nada convenient­e repetirle nada. Era, por otro lado, chocante que el cuento le hubiera hecho aquel efecto, pues no era una historia que pudiera entender fácilmente un niño. Y sin embargo, Regis estaba completame­nte lívido, como si lo hubiera entendido demasiado bien. –Anda, repite el cuento. Insistió como sólo puede hacerlo un niño y acabó doblegando mi resistenci­a y repetí aquella historia, que era el último relato que escribiera una gran narradora dominicana –un cuento elegíaco y de fantasmas a la vez.

Es un hermoso relato que se abre con la narradora detenida a la orilla de un río mirando los estriberon­es de un vado y recordándo­los uno por uno. Y de pronto se encuentra en la orilla opuesta. Nota que la carretera no es exactament­e igual a como era antes, pero en cualquier caso es la misma carretera, y la viajera avanza por ella con un sentimient­o de felicidad. El día es espléndido, un día azul. Sólo que el cielo presenta un aspecto vidrioso, que ella no ha visto nunca antes. Es la única palabra que se le ocurre. Vidrioso. Llega a los gastados escalones de piedra que conducen a la que fue su casa y empieza a latirle con fuerza el corazón. Hay dos niños, un chico y una niña pequeña. Ella les hace un saludo con la mano y les dice: “¡Hola!” Pero ellos no contestan ni vuelven la cabeza. Se acerca más a ellos, vuelve a decir: “¡Hola!” Y a renglón seguido: “Aquí vivía yo”. Tampoco contestan. Cuando dice “¡Hola!” por tercera vez, se halla casi junto a ellos y quiere tocarlos. El chico se vuelve, y sus ojos grises miran directamen­te a los de ella, y dice: “Se ha levantado frío de repente. ¿No lo notas? Vamos adentro”. Le contesta la niña: “Sí, vamos adentro”. La viajera deja caer los brazos con abatimient­o y por primera vez se da cuenta de la realidad. –Aquí vivía yo – dijo Regis también muy abatido. –Pero ¿ qué has entendido de este cuento? –le preguntamo­s.

No quiso responder. Pasó el resto de la velada en completo silencio, pensativo. Soledad, en su afán de restarle importanci­a al asunto, repitió la frase con un gesto cómico: –Aquí vivía yo. Pero el niño no rió. Luego, ella me contó la historia de su abuelo, que, al final de sus días, compró una granja en Montroig, donde todas las noches se reunían a conversar algunos amigos suyos al final de su vida y para que sus amigos no le molestaran más con sus metafísica­s provincian­as, ordenó que colocaran un cartel a la entrada de su finca, donde pudiera leerse: ¡Aquí se hablaba”.

–Aquí vivía yo – dijo Regis, y se retiró visiblemen­te triste a su cuarto.

Una hora más tarde, comprobamo­s que se había dormido profundame­nte, y quedamos tranquilos.

Pero a la mañana siguiente entró en mi cuarto a cerrar las ventanas mientras me hallaba yo todavía en la cama. Y vi que parecía enfermo. Estaba temblando, ya no estaba lívido sino pálido, y andaba lentamente, muy lentamente, como si llevara tacones y le doliera moverse. – ¿Qué te pasa, Regis? –Me duele la cabeza. Será mejor que vuelvas a la cama. Es muy temprano. –Está bien – dijo. Y se fue andando como si tuviera pies de plomo. Pero cuando bajé, lo encontré sentado frente a un televisor que hacía días que estaba averiado. Parecía un niño de siete años muy enfermo. Cuando le puse las manos en la frente, noté que tenía fiebre.

–Vete ahora mismo a la cama –le dije–. Estás algo enfermo.

Cuando llegó el médico, le tomó la temperatur­a. Treinta y ocho grados. Me ausenté un momento cuando llamaron por teléfono preguntand­o por Soledad y, al regresar, me encontré con la amplia sonrisa del médico.

–No tiene nada –me dijo–, nada. Acaba de confesar que esta mañana se ha puesto mucho papel secante en los pies. Y eso ha provocado que el termómetro registrara fiebre. No tiene nada, nada. –No tienes nada –le dije. –Nada, ¿ me oyes? Nada –le dijo poco después su madre.

Aquel día teníamos que ir al aeropuerto a buscar a Robert, el marido de Soledad. Y fuimos. Ella y yo. A la vuelta nos entretuvim­os los tres en el barrio francés. Nueva Orleans es un buen lugar para abandonars­e por completo. Cuando llegamos a la casa, estaba ya anochecien­do. Y el niño estaba fatal, pero que muy mal. Ya no es que tuviera fiebre, que no la tenía, sino que el aspecto de su cara no era precisamen­te agradable. No creo recordar una cara más triste que aquella. – ¿A qué hora me moriré? –me preguntó. – ¿Qué? –Tengo derecho a saberlo. – ¿ Qué tonterías son ésas? – dijo su padre. –Ellos me han dicho que voy a morir. Al día siguiente, Regis había recuperado toda su vitalidad y se reía de cualquier cosa. Todo le hacía gracia. Pero ya no era el mismo. Había terminado la infancia para él. Y se reía, se reía de todo.

 ?? DIEGO BIANKI ??
DIEGO BIANKI

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina