Un nuevo mito llamado Francisco
El 13 de marzo de 2013 a las 19.06 (hora local) se abrieron las cortinas del balcón de la Basílica de San Pedro en el Vaticano y nació un nuevo héroe argentino. Sin las habilidades hipnóticas del gambeteo de un futbolista cargado de talento, sin la embriaguez revolucionaria de un médico devenido guerrillero y sin el timbre de voz de un zorzal criollo, Jorge Mario Bergoglio –ex técnico químico nacido el 17 de diciembre de 1936 en el barrio porteño de Flores y hasta entonces arzobispo de Buenos Aires– en un solo acto transmutó de un simple hombre de 206 huesos y 50.000 millones de células en algo más que humano, en un ídolo, aunque no en la acepción light de esta palabra que usamos todos los días sino en aquella que refiere a una “figura de un dios al que se adora”, a la que se le rinde culto ciegamente. En un solo instante, el panteón nacional que engalana la mitología argentina –Gardel, el Che, Evita, Maradona, Messi– se amplió, sumó un nuevo integrante, como si el ADN argentino –una entidad tan real como el unicornio– probara tener algo especial. Otra vez.
No importaron las distancias, los doce mil kilómetros que separan al Vaticano de la Argentina: dos fuerzas extremas y durante décadas vapuleadas en silencio, el fanatismo religioso y el nacionalismo, se combinaron alrededor del nuevo CEO de la institución –corporación– más antigua del mundo, la Iglesia Católica.
No importa si se es católico, ateo, agnóstico, seguidor de otras religiones o extraterrestre: nadie puede negar el fenómeno social complejo desatado a nivel mundial y local desde aquel día, desde aquel momento por el nombramiento del primer papa argentino, el papa Francisco.
Desde marzo pasado, la papamanía –un furor que adopta las formas más insospechadas y creativas del fanatismo– se instaló en el paisaje urbano, en el ecosistema mediático y personal con la misma fuerza invasiva de una marea simbólica: desde la multiplicación del merchandising papal –banderines, gorros, remeras, tazas, fundas para almohadas, pósteres, prendedores, estampitas, libros (y la lista sigue)–; gigantografías en edificios de la Avenida 9 de Julio; canciones como El Cristo de la villa de grupos de nombre-catástrofe como Diluvio Tropical al bombardeo mediático y publicitario de diarios y noticieros que, con la vocación de aumentar sus ventas y audiencia, repitieron al extremo lemas como “el papa de todos”, “el papa es nuestro”, “Dios es argentino y el papa también”, “el papa de la gente”. Y más, hasta el cansancio en fascículos, suplementos y secciones especiales con figuritas de regalo para el lector ferviente y deseoso de tener a su nuevo ídolo, verlo, tocarlo, rezarle, besarlo to-