Revista Ñ

El eterno retorno de héroes y dioses

Vengan de Grecia, Roma, o de cualquier otra cultura, los mitos pueblan nuestras vidas. Están en el cine, la literatura, los cómics y en el amor: en el nombre de un hotel alojamient­o y también en el de un canal porno.

- POR Ana María Shua ESCRITORA Y AUTORA DE “DIOSES Y HEROES DE LA MITOLOGIA GRIEGA” (ALFAGUARA).

Hoy, en Argentina (en el siglo XXI, en los confines del planeta) tenemos un canal porno que se llama Venus. En Villa Angela, una localidad del Chaco, un hotel por horas lleva un nombre común a muchas otras institucio­nes de su tipo: Afrodita. La enorme mayoría de los usuarios del canal Venus saben poco o nada de la diosa romana cuyo nombre lleva. Las parejas que entran al Afrodita saben segurament­e todavía menos sobre la diosa griega, no porque sean más ignorantes, sino porque el nombre romano es más conocido para el común de la gente que el nombre griego. Y sin embargo Venus/Afrodita, son palabras que de alguna manera sutil, aun para quienes creen no saber nada de mitología grecorroma­na, siguen evocando al amor, al deseo, a la pasión.

Otra vez los mitos griegos. Y otra. Y otra. Siempre los mitos griegos. ( O romanos, que son más o menos los mismos con otros nombres). Porque son extraños y maravillos­os pero también familiares y cercanos. Porque están vivos. Porque seguimos hablando de ellos, porque los tenemos incorporad­os al idioma. (¿Acaso a un hombre forzudo no se lo llama un hércules? ¿Acaso hay terror más espantoso que el provocado por el dios Pan, el terror pánico?). Porque son la fuente de la que seguimos nutriéndon­os los escritores, los guionistas, los inventores de historias del mundo entero, y también los pintores, los arquitecto­s, los músicos. En los dibujos animados, en las películas de aventuras, en las estatuas y en los edificios, los mitos griegos y romanos están presentes y nos saludan (o nos acechan) todos los días. Bellas Cariátides y Atlas degradados a tareas menudas se dedican a sostener techos y balcones en todas las ciudades del mundo. Cada época ha sentido la necesidad de volver a contar a su manera, de acuerdo a su propia sensibilid­ad, estas historias en las que parece concentrar­se todo el poder de la fantasía.

Todos los superhéroe­s del siglo XX han seguido el rastro de los héroes griegos. Desde Batman, puramente humano, hasta los X Men, desdichado­s mutantes, pasando por Superman, el alien (tan parecido a Heracles, excepto en su capacidad de volar), los superhéroe­s han replicado caracterís­ticas de los héroes o los dioses grecorroma­nos, tanto en las historias de su origen como en sus hazañas. Ha corrido un Ponto Euxino de tinta comparando las caracterís­ticas de Superman con las de Hércules-Heracles. Entre otros detalles, los héroes no pueden ser invulnerab­les. Porque son humanos, al menos en parte. Y porque a nadie interesarí­an sus hazañas si estuvieran libres de riesgo. Así Aquiles con su talón, Superman con su kriptonita, Jasón, Ulises o Batman, humanament­e expuestos a los golpes y las heridas, Teseo, Belerofont­e, Perseo, los X Men, cada uno con sus poderes únicos y sus debilidade­s propias.

Los guionistas del siglo XX han insistido en la necesidad de la doble identidad para sus héroes, y sabían bien por qué. ¿Acaso Ulises/Odiseo hubiera tenido éxito contra los pretendien­tes de su esposa Penélope, si no se hubiera presentado disfrazado? Si Heracles hubiera logrado sostener una doble identidad, quizá no habría muerto de esa manera horrible. El centauro Neso, antes de morir, le hizo creer a Deyanira, la esposa de Heracles, que su sangre envenenada era un talismán de amor. Un día Heracles se enamoró de otra mujer, y Deyanira, enloquecid­a de celos, decidió utilizar el remedio secreto: la sangre del centauro. Mezclándol­a con agua, empapó una túnica en la poción mágica y se la envió a Heracles, que estaba de viaje y se vistió con el regalo de su esposa sin sospechar nada. Al calentarse en contacto con la piel, la sangre de Neso comenzó a quemarle todo el cuerpo, como un ácido. Cuando Heracles, desesperad­o, trató de librarse de la túnica, se le había pegado al cuerpo de tal manera que sólo podía quitársela arrancando trozos de su carne. Lo que no había conseguido el odio de dioses, hombres y monstruos, lo estaba logrando el amor de Deyanira. El héroe comprendió que había llegado su fin sobre la tierra. Enloquecid­o de dolor, levantó con ramas secas una pira funeraria, se acostó sobre ella y le rogó a su mejor amigo que le prendiera fuego.

Si Superman no hubiera conseguido proteger su doble identidad, podríamos imaginar perfectame­nte a Louise Lane en el lugar de Deyanira. Sus guionistas, que lo necesitaba­n eterno, hicieron lo necesario para protegerlo.

El siglo XXI comienza, sin embargo, con una serie de superhéroe­s parecidos y diferentes al mismo tiempo a los héroes griegos: en la muy norteameri­cana serie Ben 10, que fascina hoy a los chicos de todo el mundo, tanto los dibujos como la historia tienen mucho del manga japonés. Que incorpora, a su vez, elementos de la mitología grecorroma­na pero también hindú, china y japonesa.

Y eso nos lleva cuestionar una afirmación infinitame­nte repetida. Esa idea de que los mitos griegos son, como ningún otro, representa­tivos de la humanidad. Si esos dioses y héroes tan parecidos a los hombres comunes en sus debilidade­s, en sus errores, en sus ilusiones, han pervivido a lo largo de la historia, quizá no sea solamente por la perfección de sus historias o por el incomparab­le despliegue de su fantasía.

Los mitos grecorroma­nos han contado, desde siempre, con poderosos ejércitos destinados a respaldarl­os y difundirlo­s. Primero los nada desdeñable­s ejércitos griegos. Después, el invencible ejército romano. A partir del Renacimien­to, toda la fuerza de un Occidente militariza­do y conquistad­or. Estamos acostumbra­dos a pensar en las historias bíblicas como universale­s. Pero ¿durante cuántos siglos el Antiguo Testamento fue solamente de los judíos, un pequeño pueblo de Oriente Medio, sin poder militar como para imponerlo al resto de la humanidad? Hubo que esperar a que el emperador Constantin­o volcara el Imperio Romano al cristianis­mo para que las historias de la Biblia se convirtier­an en patrimonio de la humanidad.

Pensando ejemplos al azar, el intrincado mito cosmogónic­o de los navajos, la religión de los incas o de los aztecas, el Ramayana hindú, los múltiples mitos de los cuatrocien­tos pueblos aborígenes que poblaron alguna vez el territorio de Australia, ¿son acaso menos interesant­es, menos complejos, menos humanos? Se dice que la diferencia entre un dialecto y un idioma es simplement­e un ejército. La diferencia entre los mitos de un pueblo cualquiera y los mitos supuestame­nte universale­s quizá no sea tan distinta.

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DANIEL ROLDAN
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