Roberto Arlt, el canon callejero
La publicación de sus “aguafuertes cariocas” y de sus primeras crónicas policiales delatan el proceso de construcción estilística de un autor central para la literatura argentina del siglo XX.
1927 fue un año clave para Roberto Arlt. Su primera novela, El juguete rabioso, se acababa de publicar y era un pequeño artefacto explosivo arrojado al torrente sanguíneo de una literatura argentino todavía, en cierto modo, nonata. El autor aún no había cumplido los 27 años (Arlt tenía la edad del siglo XX), pero en aquella época la adultez era un fenómeno mucho más temprano; hoy lo veríamos con un joven escritor argentino, pero para el contexto de aquellos años era un señor ya bien entrado en la vida. Así, en febrero de ese año fue a pedir trabajo en el diario Crítica, esa increíble experiencia periodística, comandada por Natalio Botana, que le dio un golpe de modernidad a la prensa gráfica nacional. Así describe esa redacción Alvaro Abós: “Botana, un gran conversador, dedicaba mucho tiempo a las entrevistas con los periodistas nuevos. Ordenaba a su ayudante que nadie lo interrumpiera. Le gustaba conocer al aspirante, lo hacía hablar y la charla podía durar horas. Botana conocía al dedillo el mundo del periodismo y la literatura de Buenos Aires. Siempre al tanto de las novedades, haría legendario su ojo clínico para detectar y convocar talentos. En 1924, le encargó al desconocido pintor Emilio Pettoruti, recién llegado de Europa, la crítica de arte del diario. En 1933, llamó a Jorge Luis Borges, poeta y crítico notorio pero narrador ignoto, para codirigir el suplemento literario, a condición de que Borges publicara allí sus propios relatos sobre bandidos y asesinos”. En esa redacción fervorosa y signada por ese toque mágico que tienen los diarios fundantes, a Arlt se le asignó la tarea de escribir una crónica policial semanal, para la que tenía que recorrer las calles de la ciudad de Buenos Aires, camuflarse entre las sombras y encontrar alguna historia que fuera lo suficientemente poderosa como para recortarse de los chanchullos cotidianos y elevarse a la categoría de aguafuerte criminal. En ese sentido, Arlt era un periodista de escritorio pero también de la calle, y esa identidad urbana terminaría siendo una de sus marcas de fábrica y uno de los grandes hitos de su narrativa.
Quizá nunca como en aquellos años, la ciudad fue un elemento tan importante para la literatura argentina. La década del veinte fue el teatro para la modernización de Buenos Aires, que cambió su fisonomía con vértigo e incorporó una serie de costumbres urbanas que dieron un vuelco a su identidad cultural. Al mismo tiempo, crece la inclusión ciudadana en el mundo letrado (con altos índices de escolarización, por ejemplo) y se expande el catastro urbano (con los tendidos eléctricos y el tranvía, por ejemplo). El flâneur que cristalizó Baudelaire para París (“un caballero que pasea por las calles de la ciudad”) solo podía nacer en el contexto de una ciudad que explotó casi de un día para el otro, con la impresionante renovación que ejecutó el Barón Haussmann en los boulevares y las avenidas de la ciudad luz a mediados del siglo XIX. Un día, París era una ciudad relativamente pequeña; al otro día, era una ciudad inmensa donde por primera vez un hombre podía circular en completo anonimato durante horas, vagando sin rumbo fijo. La Buenos Aires de los años veinte ofreció esa posibilidad, y Arlt la explotó. Beatriz Sarlo, en Una modernidad periférica, Buenos Aires 1920 y 1930, escribe: “Arlt produce sus personajes y su perspectiva en las Aguafuertes, constituyéndose él mismo en un flâneur modelo. A diferencia de los costumbristas anteriores, se mezcla en el paisaje urbano como un ojo y un oído que se desplazan al azar”. Esa nueva ciudad de Buenos Aires cobrará textualidad como dos ciudades: una en las novelas y textos de Arlt y otra en la poesía de Jorge Luis Borges. Esa tensión, esos dos modos de apropiarse y plasmar literariamente una ciudad en transformación definió buena parte de la tradición literaria, e incluso llega a nuestros días. Para Ricardo Piglia, “unir y mezclar a Borges y a Arlt es una de las utopías de la literatura argentina, pero eso no es posible, aunque el intento de la cruza está en Cortázar, en Marechal, muy nítido en Onetti”.
La alegría es brasileña
Pero no sólo en Buenos Aires encontró Arlt la posibilidad de deambular y luego escribir. En 1930, el director del diario El Mundo, para donde escribió después, le dice que salga a recorrer un poco otros países, y lo manda a Río de Janeiro en el que sería su primer viaje. Ahora que se publicaron las hermosas Aguafuertes cariocas, podemos ver que Arlt mandaba una nota todos los días, sin descanso, y en esa continuidad que no se interrumpe, se visibiliza el camino que hizo el escritor en tierras cariocas, que va de la fascinación al desencanto en tiempo récord. Más allá de la experiencia personal de Arlt, los años treinta fueron también importantes en materias de crónicas de viajes. Sylvia Saítta, autora de la biografía de Arlt El escritor en el bosque de ladrillos, escribe lo siguiente: “Con Alberto Ghiraldo, Roberto Arlt, Leónidas Barletta, Raúl González Tuñón y Cayetano Córdova Iturburu se inaugura otro modelo de crónicas de viajes: ya no se trata del viaje estético y consumidor de los hombres del ochenta, ni tampoco del viaje de los escritores de clase alta, para quienes –como son los casos de Oliverio Girondo y Victoria Ocampo– el viaje representa el contacto con las elites internacionales, sino de cronistas que viajan y que responden con su trabajo a una demanda del diario, que exige una escritura rápida, donde desapare-