Nostalgia y lucidez
El escritor holandés Rudy Kousbroek reúne en “El secreto del pasado” una serie de ensayos basados en fotografías.
El ensayista holandés Rudy Kousbroek convirtió en arte una costumbre universal: comentar fotos. A diferencia del cineasta Chris Marker, maestro mayor en ese oficio, Kousbroek lo hizo por escrito. Una selección de fotografías anotadas –él las llamó “fotosíntesis” y son textos de unas mil palabras cada uno– se reúne por primera vez en castellano con el título El secreto del pasado. La mirada de Kousbroek no se parece a la de un Sebald –ese buen hombre al que demasiados críticos quieren imputarle todas las invenciones narrativas de las últimas décadas–; es más ligero, menos circunspecto. Hay una mayor liviandad en Kousbroek, pero ya quisiera cualquiera ser liviano como él. Kousbroek demuestra que reunir fotografías en blanco y negro y acompañarlas de textos no tiene por qué convertirse en un ejercicio de espiritismo solemne o en una carrera universitaria. Hay algo de Charles Lamb en su ligereza fantasiosa aplicada a los temas más inesperados, en su atenta ingenuidad. Se trata de notas al pie de una foto, epígrafes desbordados como en una imagen del Sena crecido. Kousbroek es un exégeta lúdico, un cronista urbano con un retardo de medio siglo. Por momentos reescribe lo que hay en una foto, con el derecho adquirido de quien estuvo viviendo en el lugar. Es una literatura sin grandes ambiciones de serlo (de un modo histriónico o petulante). Las alusiones se hacen al pasar y tienen acento francés (Verne, las ilustraciones en tinta china de Víctor Hugo, Queneau, Perec, Marcel Aymé, Roland Topor). El propósito de Kousbroek pasa por otro lado y se puede resumir en una suerte de divisa: “El objetivo de la vida es detectar milagros”.
Las fotos desgranadas son de otros, oportunos desconocidos. Una panadería, un río entre montañas, urinarios públicos, filas de sillas vacantes en una iglesia, cuervos posados en respaldos de sillas vacías a punto de arrasar con los restos de una mesa al aire libre. La elección de cada foto evidencia un gusto, y qué clase de mundo lo cautiva a Kousbroek dice bastante acerca de quien atesoró esas fotos. Fotos que lo acompañaron y, por lo visto, lo protegieron, como estampitas laicas. Por eso no llama la atención que reaparezcan animales. De un gato dice: “Vincent sabía hablar, sólo que no lo hacía nunca. También tenía una muy linda caligrafía”. O aves, que eran para Kousbroek “un gran consuelo... Son pequeñas personas que llevan las manos en los bolsillos”.
Tratándose de un libro hecho a partir de viejas fotografías, la oscuridad era un asunto difícil de eludir. Ante la imagen del dormitorio gigante de un internado, el íntimo e insomne Kousbroek anota: “Conocimientos basados en experiencias que adquirí en los campos de concentración: cómo se hacía para encontrar a tientas el camino a las letrinas, y regresar también a tientas. Y cómo reconocer la propia cama”. Alumno pupilo, confiesa que “de niño me atormentaba el temor a que mis padres ya no me reconocieran o que hablaran una lengua ininteligible. Decidí ejercitarme, y después de un año aún era capaz de dibujar de memoria un fiel retrato de mi padre”.
Pasan las páginas y el autor tiene la elegancia de no explicitar lo que se dicen las fotos entre sí, calla los ecos. En Kousbroek la nostalgia se convierte en sinónimo de lucidez, y observa: “El sentimiento más triste que nunca tuve es el de conocer el recorrido de una casa que ya no existe”. De pronto, un momento mágico: el lector se identifica con lo que ha visto y leído justamente porque no lo ha vivido, y lo incorpora de inmediato a su pasado. Es un saber extraño el que facilitan estas imágenes y los textos que las merodean, una inocencia de una gran astucia, poco común.