Revista Ñ

Ultimo boceto de supermerca­do chino

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H ace dos años, de un día para otro, mi supermerca­do chino cerró. Habían asesinado (ahí mismo, una balacera entre dos góndolas, martes a la tarde, delante de dos señoras) al dueño ( el Chino Mayor). Aquel que siempre estaba a un costado del movimiento constante, fumando un cigarrillo con indolencia, o tristeza. En el barrio, tácitament­e, pactamos: Mafia. Ajuste de cuentas entre supermerca­dos de rejas de distinto color.

A los dos meses del cierre trágico, a dos cuadras de distancia, abrió mi chino de ahora. Un chino más alegre, menos blanco crema, con algo pop en su estética general. La china que atiende la caja de mi nuevo supermerca­do es simpática (incluso es bonita), aunque usa auriculare­s mientras atiende y eso limita nuestra comunicaci­ón. El Nuevo Chino Mayor es similar al asesinado en actitud (la indolencia triste), aunque este tiene pelo largo y, de vez en cuando, está con un perrito en la vereda. En esos momentos el Chino Mayor parece completame­nte feliz, ensimismad­o con su mascota.

La rareza de mi súper chino actual son dos niños gemelos, que siempre están vestidos con ropa idéntica, y siempre (usando como asiento un cajón de cerveza) están mirando dibujitos animados en un televisor que cuelga sobre la heladera de los lácteos. Los hijos del Chino Mayor y su mujer. Una estampa con variacione­s (tiernos, siniestros, mudos, simpáticos), pero siempre fotografia­ble: una imagen progre universali­sta de combinacio­nes únicas.

Claro está. Yo no hablo con los gemelos, me limito a mirarlos, a decirle a mi novia (cuando vamos juntos) que no les saque fotos. Tampoco hablo con el Chino Mayor, ni con la chica de los auriculare­s. Con el único que hablo es con Raúl, el carnicero.

Raúl me atiende siempre igual. Llego, me dice: “¿Qué hacés, Willy?” ( alguna vez le dije que no me llamaba Willy), me recomienda un corte para la parrilla, me cobra y me voy. Nunca, hasta hace una semana, pese a lo cerca que están los gemelos de su carnicería, había dicho nada sobre ellos. Solamente a veces, cuando yo no les sacaba la vista de encima, me miraba y me hacía una aprobación con la cabeza, como diciendo: “Estos chinitos se las traen”.

Hace una semana, mientras Raúl me cortaba un pedazo de matambre, un empleado pasó barriendo por al lado de los gemelos y les dijo: “No se cansan ustedes, ¿no? Desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche mirando dibujitos”. Los gemelos que, en ese momento, miraban un dibujo animado de un mono que aprendía a bucear, miraron al empleado por un segundo, no le contestaro­n y siguieron mirando al mono buceador. Raúl, que había prestado atención al intercambi­o fallido, terminó de cortar el matambre, lo trajo para pesarlo y (mientras yo pensaba que los gemelos no iban a la escuela) me dijo: “¿Y qué van a hacer, Willy? Igual te digo: no sabés cómo dibujan los pibes”. Sin esperar respuesta, Raúl me mostró un par de dibujos que tenía bajo el mostrador. “Este me lo regaló Taimir y este me lo regaló Daniel”. Y después agregó: “Tienen cinco años nada más, es increíble”. No sé si increíble, pero los dibujos estaban bastante bien para chicos de esa edad o, al menos, tenían trazos bastante claros.

El dibujo de Taimir consistía en una especie de mar, con un barco de vela encima, gaviotas en el cielo, sol radiante, y unos peces que volaban sobre el agua. El dibujo estaba bien y Raúl estaba contento, así que dije: “Muy bueno este, eh”. Y Raúl: “Excelente. ¿Y vos viste las sombras del agua?”. Miré las sombras del agua: manchas azules más oscuras, distribuid­as armónicame­nte; y unos hilos de celeste claro que se inter conectaban y formaban una especie de hombrecito. “Muy bueno, parece un hombrecito lo que está en celeste claro”, dije. “Sí, parece, qué bien”, dijo, y me pasó el dibujo de Daniel:

Una casa clásica de dibujo infantil, el techo pintado de verde y el resto de marrón; por encima, un cielo algo nublado; y por detrás, un horizonte verde oscuro, un fondo de selva; y delante de la casa, dos árboles sin hojas pintados de rojo, como si estuvieran prendidos fuego. Los trazos eran claros, las rectas bien rectas, dije: “Qué bien hechas las rectas”, “Sí, y no usan regla ni nada”. Raúl me cobró y yo me fui contento a contarle la anécdota progre artística internacio­nal a mi novia.

Hace tres días volví al chino, a la carnicería. Ni bien Raúl me vio acercarme al mostrador, dijo: “Taimir, Daniel, vengan”. Los chinitos ( esta vez miraban un dibujo más raro en Cartoon Network) se levantaron y, sin inmutarse, se acercaron al mostrador. “Este señor quiere un dibujo de ustedes”, dijo Raúl. Los gemelos me miraron, yo asentí, y ellos, indiferent­es, se dieron vuelta y volvieron a sus posiciones frente al televisor. Después hice mi pedido, Raúl cortó la carne, cobró y, antes de que me fuera, me dijo: “Te lo van a hacer, quedate tranquilo”.

Ayer, después de dudar acerca de ir a lo de Raúl o cambiar de carnicería, volví a lo de Raúl. De última, unos gemelos chinos iban a regalarme un dibujo y hablaría por última vez del tema con el carnicero; o dos gemelos chinos no iban a regalarme un dibujo, y el carnicero no iba a hablarme más del tema. Raúl parecía haberse olvidado del dibujo. Me dijo: “¿ Qué tal, Willy?”, le pedí tira de asado, chorizos, me cobró y me fui de su mostrador. Los gemelos miraban el dibujo de Mario Bros. Busqué por un par de góndolas unas galletas hasta que me cansé y agarré unas parecidas, busqué un sachet de leche y fui a la caja. La china de los auriculare­s dijo el precio, yo pagué, y cuando estaba por salir del supermerca­do, uno de los gemelos me tiró del buzo. Me di vuelta, el chinito me miró con cara de nada, me dio un dibujo en una hoja canson, y salió corriendo para su sector televisivo. Raúl, desde lejos, me gritó: “¿Viste que te dije?”. Enrollé la hoja, la guardé y salí. Cuando llegué a casa, después de mirar el dibujo por un rato, decidí ponerlo en la heladera.

Ahora lo tengo frente a mí: el dibujo de los gemelos es distinto a los otros, casi no tiene trazos claros, está desprolijo; incluso muchos de los trazos están superpuest­os con otros trazos de distintos colores, como si uno hubiera tachado lo que dibujaba el otro y viceversa; tampoco tiene un horizonte definido, sino que el color crema es uniforme en todo el fondo de la hoja; tampoco tiene cielo, sol, ni nada natural; en el dibujo sí aparece, en primer plano, la chica de los auriculare­s (la reconozco por eso: cinco palitos y una cabeza cuadrada con un cable de cada lado); también, al lado de ella, está el Chino Mayor con su perrito (una cabeza cuadrada, cinco palitos, una recta que sale de un palito, y en la punta de ese palito, un pequeño borroneo negro); detrás de ellos, cuatro rayas negras y gruesas, algo torcidas pero paralelas, cortan el espacio de la hoja, forman cuatro pasillos color crema, asimétrico­s, pero bien delimitado­s; y, por último, en el centro exacto del pasillo central, en tamaño diminuto, un cuerpo tirado en el piso (cinco palitos pintados en negro, y una cabecita pintada toda de rojo).

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DIEGO BIANKI

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