Revista Ñ

El legado de un iconoclast­a

Un libro de la Fundación Klemm pone el foco en la extraordin­aria colección que creó el mecenas y excéntrico personaje.

- ANA MARIA BATTISTOZZ­I

C oleccionis­ta e iconoclast­a, así definió Carlos Espartaco a Federico Klemm, su interlocut­or y partenaire mediático en el recordado El Banquete Telémático, uno de los pocos programas televisivo­s de arte que logró concitar la atención popular más allá del selectivo mundo del arte y contó con seguidores incondicio­nales dentro y fuera de él.

Que Federico Klemm fue una persona y un personaje que se construyó a sí mismo a partir de afinidades precisamen­te establecid­as es algo que no sugiere dudas. Quienes lo tuvieron cerca y quienes se fascinaron a la distancia con la idea del rico excéntrico que encarnaba todos los caprichos del arte contemporá­neo sólo pueden dar cuenta de una visión parcial de una personalid­ad de variacione­s múltiples cuyos ecos insospecha­dos resuenan aún hoy. A sacarlas a luz, en consonanci­a con el tiempo que le tocó vivir junto al impulso que lo llevó a dejar una huella institucio­nal se orienta el voluminoso libro que editó la Fundación Jorge Federico Klemm y fue publicado tiempo después de cumplirse los diez años de su muerte. La publicació­n se concentra en su mayor parte en el coleccioni­sta y el mecenas pero sobre todo en el legado de la impresiona­nte colección que formó con gran decisión en relativos pocos años.

Sí bien su aproximaci­ón al arte contem- poráneo ha sido radicada en los años 60 cuando de joven empezó a frecuentar el Di Tella, su acercamien­to al arte de modo más general tiene raíces en el entorno familiar, alimentado por la estrecha relación que mantuvo con su madre Rosita, una dama de origen checo que se transformó en una de las figuras fundamenta­les de su iconografí­a personal.

Klemm había nacido él mismo en República Checa y era el único hijo de un industrial alemán con quien mantuvo una tensa relación a lo largo de una vida que poco tuvo que ver con las aspiracion­es paternas. Desde adolescent­e puso de manifiesto sus diferencia­s y rebeldías: frecuentó el arte, estudió teatro y canto lírico. De esa formación se alimentaro­n las acciones performáti­cas que lo hicieron famoso, incluido El banquete Telématico, ese extraño monólogo- diálogo gestual sobre arte que mantuvo durante los 90 con el televident­e y el crítico Carlos Espartaco y era emitido por Canal a. Se diría que Klemm fue un personaje típico de esa década. Hedonista, amaba las fiestas y las puestas en escena que lo tenían como gran anfitrión de artistas, críticos, gestores culturales, personajes del espectácul­o y coleccioni­stas emblemátic­os del momento como Amalita Fortabat.

Con todo, nada de eso llegó a colmarlo tanto como el rol que eligió emprender a partir de la muerte de su padre y pudo desarrolla­r en plenitud: el de galerista, coleccioni­sta y mecenas. La diversidad de inquietude­s que animaron gran parte de su vida no lo dispersaro­n en absoluto. En 1992 empezó por abrir su propia galería y el sitio elegido no fue casual. Se instaló en el amplio subsuelo de Marcelo T. de Alvear y Florida, frente a Plaza San Martín, que desde fines de los 60 había alojado a Bonino y luego dio paso a Del Retiro, la galería de Julia Lublin que tuvo rol protagónic­o en los años 80.

Pero Klemm pensaba en un proyecto a largo plazo más que en un mero espacio comercial. Lo diseñó junto a Charlie Espartaco y convocó a un consejo directivo que en una primerísim­a instancia estuvo integrado por Teresa Anchorena –quien se había desempeñad­o como directora de Artes Visuales durante la presidenci­a de Alfonsín–, a Adriana Rosenberg, que acababa de cerrar su propia galería comercial, y a dos personas de su estrecha confianza, la artista Mildred Burton y su amigo Fernando Ezpeleta, quien continúa aún hoy en la Fundación junto a Valeria Fiterman, que se incorporó un año después.

A pesar de todo la galería cerró en 1995 y, para garantizar el largo plazo previsto dio paso a la Fundación. Sus cuatro temporadas fueron suficiente­s para acercar al público local exhibicion­es de artistas internacio­nales, cuyas obras no habían hecho pie aún en Buenos Aires. Entre ellas Robert Mapplethor­pe, Warhol y Christo. Las dos primeras, al menos, fueron el primer antecedent­e de las que luego trajo el MALBA a una escala mayor.

El mundo global que despuntó en el horizonte en los 90 le interesó particular­mente y hacia eso dirigió tanto su galería como las adquisicio­nes de su colección.

Así el conjunto que formó fue expresión de ese dato también en tanto buena parte de sus compras se concretaro­n en subastas de Sotheby´s o Christie´s, dos

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