Revista Ñ

Por siempre, Polanski

- JORGE CARNEVALE

De vez en cuando, las editoras de video me arriman sus novedades. Recorro las carátulas sin mucho entusiasmo, sabiendo lo que me voy a encontrar. En general, material para el olvido. Me remito entonces a mis títulos entrañable­s. En esta tarea, me he convertido en adicto de El escritor

oculto, ese filme que Roman Polanski terminó de montar en una cárcel suiza. La vida de este director es de película. Nacido accidental­mente en París, hijo de polacos judíos, vio de chico cómo a sus padres los confinaban en un campo de concentrac­ión. Creció en hogares ajenos , fue alumno de Wajda y, bajo su tutela, concretó sus primeros cortos en la Escuela de Lodz. Lleva filmados unos veinte largometra­jes, está pisando los 80 y le han pasado unas cuantas cosas bravas. Su segunda mujer, Sharon Tate, embarazada de 8 meses, fue asesinada salvajemen­te por el Clan Manson. Años más tarde, acusado de haber violado a una menor, Polanski eligió emigrar a Francia, pero desde entonces, cuando viaja debe fijarse bien en el itinerario, porque, al parecer, esa pena no prescribe. La Academia de Hollywood lo coronó como mejor director por El pianista, pero si hubiera ido a recibir la estatuilla habría acabado entre rejas. Polanski es un narrador clásico, fiel émulo de Hitchcock, y todas sus películas llevan su marca. El escritor oculto se abre sobre la cochera de un ferry. Allí subyace un autito solitario esperando que la grúa se lo lleve. Su conductor no se sentará más al volante. Se ahogó misteriosa­mente en el mar y nunca se sabrá bien si lo suyo fue accidente, suicidio o algo peor. En la toma siguiente, vemos a Ewan McGregor almorzando en un bar londinense junto a su agente literario. Este le propone que acepte, como escritor fantasma, hacerse cargo de las memorias de Adam Lang, ex primer ministro británico. Su antecesor, el hombre del ferry, dejó el trabajo por la mitad. El protagonis­ta acepta un jugoso contrato por 250.000 dólares más gastos, se traslada a una isla en los Estados Unidos y se entrega a esa aventura que lo conducirá al infierno. Así como el personaje de Joan Fontaine en Rebecca no tenía nombre, el de McGregor tampoco lo tiene. Aceptamos que nadie lo nombre porque Polanski es un gran director y maneja el verosímil cinematogr­áfico con pulso de acero. Una serie de pistas inesperada­s lo llevarán por un laberinto en el que palpita una revelación abominable. Es como si el escriba muerto lo estuviera llevando de la nariz. Tendrá una charla con el enigmático Profesor Emmett, contemporá­neo de Lang, el encuentro con un viejo en la playa que aporta inquietude­s, hasta arribar a la secuencia final que es un prodigio de síntesis narrativa. Ya no queda mucha gente que cuente tan bien historias sobre una pantalla.

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