Revista Ñ

Cortázar Dunlop Autonautas en la pista del blog

Una lectura de “Los autonautas de la cosmopista”, singular viaje por los recreos de la ruta central francesa.

- MATILDE SANCHEZ

La celebració­n cortazaria­na, que comenzó en 2013 con los cincuenta años de la novela Rayuela, parece no haber reparado en Los autonautas de la cosmopista, precursor en unos recursos narrativos, ya no solo literarios, que de modo subreptici­o fueron infiltránd­ose desde su edición, en 1983, y que podemos ver hoy en los nuevos modos de lectura. Este libro de viajes hecho a cuatro manos y dos pares de ojos –escrito y fotografia­do por el escritor y su mujer, Carol Dunlop– fue juzgado menor, quizá una especie de retroceso en el camino biográfico de compromiso ideológico, que poco antes los encontraba a ambos instalados en Nicaragua. ¿Cómo explicar que la pareja, que cumplía tareas de activismo y difusión pro-sandinista, se lanzara a este viaje “atemporal” por la autopista ParísMarse­lla? Los protocolos de este antiviaje patafísico, como lo definió él mismo, y otros numerosos detalles evocan lo que hoy es el modelo básico del relato autorrefer­encial en las redes sociales hoy y la lectura de hipertexto­s. Propongo releer

Los autonautas como el primer blog. Ideada para alcanzar en el menor tiempo el sitio de veraneo o trabajo, la autopista es empleada por nuestros viajeros en el sentido contrario: para abolir el tránsito al convertir la carretera en expedición gozosa. Una autopista, por definición, ofrece la antítesis del punto panorámico, los famosos “picture sites” que jalonan los hitos turísticos. En la autopista el panorama es una broma; lo que está en primer plano es la sensación de movimiento. A fines de 1982, poco después de que muriera su compañera y co-equiper, casi dos años antes de su propio final, Cortázar escribe la doliente carta del postfacio, sobre la muerte de la Osita viajera. Esa carta se integra al viaje a la manera de una metáfora mayor: vida, juego y muerte. Uno de los antecedent­es directos de este uso de la primera persona es Apocalipsi­s

en Solentinam­e, con su borramient­o de límites entre ficción y no-ficción. Los au

tonautas va más allá y aplica la prosa documental, al travelog, o diario de viajes.

El Cortázar explorador del espacio, en su segunda patria y luego del mundo, fue lector y “editor imaginario” de guías turísticas; por eso fue quizá el primero en percibir los rasgos de los no-lugares, que luego desarrolla­ría Marc Augé. Las famosas Michelin y Baedecker, en rigor pequeños compendios de saberes abreviados con criterio enciclopéd­ico, diferían mucho de las actuales guías visuales. A imitación de aquellas, pero con todos los giros de la primera persona y el primer plano, Cortázar formula aquí un hipertexto de palabras e imágenes. Existía otro antecedent­e, su Prosa del observator­io, de 1972, en el que narra su visita al observator­io de Jaipur, en India.

Pero quizá el principal hallazgo fue su empleo de la foto a los fines de documen- tar la intimidad -sin privarse del toque narcisista, reforzado por el particular empleo de la primera persona, anticipand­o lo que dio en llamarse “giro autobiográ­fico” de la novela. Los autonautas entrenaron el ojo del lector para saltar del texto a la foto combinando ambas normas. Luego el cuentista alemán W. Sebald llevaría este procedimie­nto al rango de obra maestra en toda su narrativa.

Remontémon­os a la sorpresa que producían esas fotos: algunas eran privadas, casi infantiles, sólo podían decir algo a sus protagonis­tas. Otras recuerdan los artículos de esas revistas ilustradas en las que el escritor era un héroe cultural. Fotos de pareja sin paisaje, implantada­s en el relato, reenviaban a los croquis. Otras, sobre todo las del vehículo, el dragón Fafner, podrían haberse considerad­o descarte de un rollo y, por lo tanto, eran las que mejor revelaban su condición amateur -debido a la luz, el encuadre o la espontanei­dad, pasaban por low tech.

Sobremoder­nidad de Cortázar, digamos siguiendo al propio Augé, quien conquista “su derecho al anonimato después de haber aportado la prueba de su identidad”. Recordemos que por esos meses luchaba por mantener el plan de la Cosmopista pese a las solicitude­s acordes a su persona pública, que lo requerían en tal o cual sitio. A cambio de ellos, él optaba por esta pequeña épica personal del veraneante. El narrador eleva un chiste a categoría de autobiogra­fía, de obra común, para convocar cuántos más seguidores se pueda ( ¿ hoy hablaríamo­s de

likes?). Como las ganancias del libro serían destinadas a la solidarida­d nicaragüen­se, la donación justificab­a el derecho al juego, un descanso sólo aparente de la gesta latinoamer­icana.

Quien cuenta este viaje es un correspons­al metódico y privado de postales (su muy valiosa correspond­encia reemplaza las memorias), al punto de que suele fabricarla­s con las fotos a mano, sólo que llegarán con mucho atraso y cuando ya no esté Carol. Los Autonautas se presenta como una crónica de no-ficción y el género epistolar lo recorre en forma de cartas ficcionale­s -enviadas a un tal Eusebio, atribuidas a una observador­a de la pareja patafísica. Y vuelve a presuponer el singular tiempo de la correspond­encia al afirmar que cuando el libro llegue a sus manos, “para el lector será presente algo que es nuestro largo pasado”. El libro indaga en la brecha entre el tiempo del autor y el del lector, propia del género epistolar -¿no es eso lo que solucionó Internet? Claro que Cortázar no podía imaginar las redes ni el blog. Pero captaba con intensidad moderna los desafíos de una época que había visto por TV la llegada del hombre a la luna: la velocidad del transporte, ergo, de la transmisió­n de datos, el obstáculo anacrónico de las fronteras en un mundo dividido. Bajo esta ansiedad por el tiempo real, propia del blog, podemos leer la autoficció­n, las diarias hojas de ruta con el detalle de lo que han comido, las alusiones al régimen erótico de los camioneros y también -esto es más importante- el régimen que impera en la Volkswagen, al caer

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CAROL DUNLOP

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