Una frontera desdibujada
Una de las fronteras que históricamente marcaron límites entre arte y diseño estuvo dada por la función que uno tenía y el otro no. El único fin del arte era no tener fin, como sostuvo Kant en los albores de la modernidad, adelantándose a una diferencia que habría de acentuar la revolución industrial con las llamadas “artes aplicadas”. Man Ray lo confirma en “Fer rouge”, la plancha de hierro fundido que integra la colección Klemm y a la que el artista le sustrajo deliberadamente la función de planchar para consagrarla como “objeto inútil”. Por este territorio ambiguo se desplaza Desborde y modulación, la muestra curada por Mariano Luna que exhibe en estos momentos la Fundación Klemm y forma parte de la programación temporaria que convive periódicamente con la colección permanente. En el conjunto se deslizan objetos útiles en apariencia pero que en verdad han sido desplazados de ese lugar. Algunos objetos que se nos presentan como aptos para una hipotética función que en realidad no están en condiciones de cumplir. Es el caso del carro que gira sobre su propio eje, de Ernesto Ballesteros, o el mueble de Cristina Schiavi que cre- ce del pasto y apoya en la pared. Pero hay otras extravagancias que aportan lo suyo a la austeridad funcional. Tal el casco del diseñador Ricardo Blanco, que oficia de peluca a la vez. En la muestra también participan Adrián Villar Rojas, Martín Churba, Sebastián Tedesco y Pablo Siquier. De tono más intimista y, dirigido a una reflexión que aborda a la producción y la experiencia del arte en la “era de la reproductibilidad técnica”, como diría W. Benjamin, fue la muestra que exhibió este mismo espacio en la primera mitad de este año. En Amigos del siglo XX, María Guerrieri y Max GómezCanle trabajaron un encantador itinerario afectivo en el que rescataron figuras del arte universal que llegaron a conocer a través de ese espejo deformante que es la reproducción en cualquiera de sus formas. firmas que por fuerza debían garantizar la procedencia y linaje de piezas de Fontana, Magritte, Andy Warhol, Dalí, Max Ernst, De Kooning, Sol LeWitt, John DeAndrea o Christo.
Trascender él mismo y su colección por un mínimo de doscientos años era la desmedida aspiración que Klemm declaraba. En esa dirección apunta esta publicación que incluye una vasta catalogación e imágenes de las piezas y ensayos de María Torres, Adriana Lauría, Mercedes Casanegra, Forencia Battiti. También una presentación que Carlos Espartaco hizo antes de morir y otra de Ricardo Blanco en su calidad de presidente de la Academia Nacional de Bellas Artes, institución que administra la Fundación Klemm desde la muerte de Federico en 2002. Cada uno de estos aportes alumbra una perspectiva distinta sobre este artista, coleccionista y mecenas tan poco convencional. María Torres, que tuvo a cargo la coordinación editorial, es autora del relato que hilvana el recorrido institucional de Klemm desde que abrió la galería en 1992 y luego continuó con la Fundación organizando exhibiciones y reservando inclusive un espacio para “la nueva generación”. Este interés se tradujo en la institución del Premio Fundación Klemm a partir de 1997 que se ha mantenido hasta la actualidad y cuenta con una asentada respuesta por parte de los artistas más destacados del medio. A las características de este premio refiere el texto de Mercedes Casanegra, en tanto Adriana Lauría tuvo a su cargo el preciso análisis de la mayor parte de las piezas de la colección en el contexto de su respectiva producción.