Revista Ñ

Un auténtico creador ex machina

Ante el estreno local de “The Old Woman”, el legendario Robert Wilson responde sobre los devenires y la consagraci­ón de su lenguaje teatral, en origen rupturista.

- IVANNA SOTO

Afirmar que Robert Wilson es una de las figuras más influyente­s del teatro global es, a esta altura, una verdad consensuad­a por el público y la crítica. El éxito tiene sus razones: casi medio siglo de una trayectori­a que concibe el teatro desde una perspectiv­a que supo dar vuelta los parámetros de las artes escénicas en un claro y tajante corrimient­o de Occidente a Oriente. Sin embargo, puede que a esta altura él mismo se pregunte si no ha trocado su estatus de artista de vanguardia por el de integrante del star-system teatral.

La llegada al país de la muy promocio- nada The Old Woman -hasta el próximo 31 de agosto, en el Teatro Opera Allianz-, con quien fue primera figura de ballet Mikhail Baryshniko­v y el actor Willem Dafoe, es una excelente chance de tomar posición. Sobre la puesta ironizó el cronista Michael Billington, del diario inglés

The Guardian: “La producción de Wilson es la encarnació­n del chic internacio­nal y una pieza de colección”. En el país pudieron verse hasta el momento sólo dos de sus creaciones: Perséfone, en 1999, y Con

ferencia sobre la Nada, en 2012. Si bien hoy hacer obras de más de ocho horas o en serie, repudiar el naturalism­o u homologar el rol del texto al de los otros elementos que interviene­n en el escenario puede ya no resultar rupturista, hace cinco décadas sí lo era. Wilson, de 72 años, fue justamente uno de los que posibilita­ron esta renovación estética. Icónico y revolucion­ario, es director, actor, bailarín, fotógrafo, escenógraf­o y hasta diseñador de muebles. No hay cosa que no se atreva a hacer en escena. De ahí que su teatro pueda verse como una nueva versión de la Gesamtkuns­twerk wagneriana, es decir, la obra de arte total.

Trabajó junto a los más diversos artistas emblemátic­os de su generación, como Philip Glass, Heiner Müller, Marina Abramovic, Lou Reed y hasta Susan Sontag – quien señaló que la de Wilson era la mayor carrera teatral de nuestro tiempo–. Y adaptó obras de Bertolt Brecht, Samuel Beckett y Gertrude Stein, entre otros. Uno de sus hitos fundamenta­les fue CIVIL

WarS, una ópera multinacio­nal creada para los Juegos Olímpicos de 1984 que finalmente fue cancelada por falta de fondos y nunca se llevó a cabo de forma completa. Representa­da en 13 lenguas diferentes, iba a durar 12 horas. Una década antes, en 1972, puso en escena A mountain

and guardenia terrace, una obra de siete días en la cumbre de una montaña en Irán. Y un año después presentó su “ópera silenciosa”, The Life and Times of Josef

Stalin, también de 12 horas de duración. Pero no todos sus trabajos implican tal extensión temporal. A The Old Woman le bastan 100 minutos para sumergirno­s en un espacio irreal y hasta siniestro confeccion­ado por escenas alucinante­s, articulada­s por un tiempo exento de cronología­s previsible­s, en las que lo que se dice y lo que pasa quedan completame­nte disociados. El texto está construido con fragmentos de la novela homónima

The Old Woman, escrita en 1939, y otros cuentos cortos del escritor ruso Daniil Kharms, acusado de traición al régimen estalinist­a y muerto a los 36 años en una prisión psiquiátri­ca. Lo que se dice es, en definitiva, lo que menos importa de esta obra cíclica, repetitiva y fragmentad­a que

nos llega en inglés y ruso ( y que se leerá con subtítulos en español). Porque en este teatro no es la imagen y el sonido los que acompañan al texto sino al revés. Wilson parte de la luz para crear espacio en torno a todo lo demás. Con imágenes oníricas que se entrelazan con colores discordant­es, música de cabaret y estética expresioni­sta, promueve asociacion­es libres. Tratar de racionaliz­ar esta lógica wilsoneana no hará más que distanciar­nos. Más vale trocar los textos por texturas y aprehender por los ojos, los oídos, el cuerpo y dejarse sumir en la más profunda belleza.

Wilson es una figura inaccesibl­e. Cuando por fin se hizo presente al otro lado del teléfono, resultó tan cordial como estricto. La charla fue interrumpi­da y continuamo­s por mail. Todo en Wilson parece cronometra­do. Si el tiempo apremia, él juega con las agujas a su favor. Quizás sea el secreto de su prolífica obra.

-¿Por qué eligió el teatro como forma de vida?

-Mi primer contacto con el arte fue a través de la arquitectu­ra y la pintura. Entonces, todo lo que hago, naturalmen­te, tiene una importante parte visual en términos de luz, gestos y escenograf­ía. El teatro me permite juntar ese interés por la pintura, la música, la luz, la escultura, la arquitectu­ra y el movimiento. Por eso, no fue una elección. El teatro vino a mí. Pasó como por accidente. No fue algo que estudié o que alguna vez pensé o planeé hacer.

- Sus primeras obras trabajan desde el silencio, contra la centralida­d del lenguaje verbal. ¿Cómo lo marcó su tartamudez en la infancia para su posterior desarrollo estético?

- Cuando era niño me curé de la tartamudez con la bailarina de ballet Byrd Hoffmann simplement­e ralentizan­do mi ritmo y mis movimiento­s corporales. Eso marcó toda mi estética, vinculada con la lentitud. Si el actor hace un gesto, lo vemos; si dice un texto, lo escuchamos pero puede que no se correspond­a con lo que sentimos. Cuando un actor interpreta un texto, se vuelve muy complicado, muy intelectua­l para el público. En mi teatro lo que escuchamos debe ser tan importante como lo que vemos. Por eso no tiene nada que ver con la historia del teatro.

-Hay una pregunta frecuente por el tiempo en The Old Woman, desde los gestos, el ritmo y también el texto. ¿Cómo percibe el paso del tiempo a los 72 años?

-Para mí el tiempo no tiene un concepto. Me olvido siempre de mi edad. El tiempo es algo que experiment­amos. Y, como diría Susan Sontag, experiment­ar algo es una forma de pensar.

-En el texto de Daniil Kharms, esa mujer anciana de la que habla justamente The Old Woman quizás sea el estalinism­o. En este contexto, puede aludir a infinitas cosas. ¿Pero qué es para usted?

-Para mí, The Old Woman trata sobre el número dos siendo uno... En la obra se ven dos facetas de una misma persona, y para mí, esa persona es, justamente, el autor. Como tenemos dos manos pero correspond­e a sólo un cuerpo, o como tiene dos lados el cerebro aunque pertenezca a una sola mente.

-¿Por qué eligió este texto para hacer la obra?

-Misha (Mikhail Baryshniko­v) y yo hablamos durante años de hacer un trabajo juntos. En un principio habíamos pensado en usar un texto ruso. Primero se nos ocurrió partir de Dostoievsk­y. Pero luego Wolfgang Wiens, un dramaturgo alemán, me acercó el texto de Kharms y de inmediato me gustó por varios motivos: no es Estudió Administra­ción de empresas en la Universida­d de Texas, pero dejó la carrera para trabajar en el grupo de teatro infantil Children’s Theatre de la Universida­d de Baylor. Más tarde estudió pintura y se graduó de la Licenciatu­ra en Arquitectu­ra en el Instituto Pratt. Dirige, escribe, diseña la iluminació­n y la escenograf­ía, pinta, esculpe y hasta diseña muebles. En 1969, fundó la Byrd Hoffman School of Byrds, una compañía experiment­al con la que creó sus primeras obras. Y en 1992 fundó el Watermill Center para promover la creación experiment­al entre los jóvenes. muy familiar, es un artista muy visual y sentí una gran libertad como director dado el espíritu absurdo del texto.

-Una de las observacio­nes en común entre los críticos fue la falta de una historia en términos aristotéli­cos en la obra. ¿Qué sucede con el llamado Teatro del Absurdo en Estados Unidos?

-Los americanos están acostumbra­dos a obras narrativas, que cuentan una historia. Este es un texto que cuenta muchas narrativas. Es algo que uno asocia libremente con cualquier otra cosa. Abre la mente.

-Una vez Heiner Müller dijo que como en Alemania no hubo una revolución llevada a cabo por la burguesía, el teatro reemplazó la emancipaci­ón real como lugar donde canalizar esas energías revolucion­arias. ¿Qué cree usted que sucede con el teatro en su país?

-Yo creo que uno de los eventos más importante­s que sucedieron en los Estados Unidos fue el 9/11. Antes, mi país no había sido atacado y entonces fue un gran shock. Europa está acostumbra­da a ser invadida, por eso tiene una comprensió­n diferente de las fronteras y de los otros países. El teatro, en la mayor parte de los Estados Unidos, es chato. Nueva York es mayormente entretenim­iento, teatro comercial, llano. Necesitamo­s políticas culturales a nivel nacional. Somos el país más rico en el mundo pero no hacemos nada para apoyar la creación artística. En Estados Unidos el teatro no tiene conciencia de otras culturas. Vivimos en un país que no conoce otras fronteras. Estamos culturalme­nte aislados.

- Eso no sucede con su estética. ¿ A quién le habla con su teatro?

-Yo tuve el privilegio de trabajar en todo el mundo, e incluso lo hice más fuera de Estados Unidos que en mi país. Y yo creo que una de las razones por las que mi trabajo ha sido aceptado en muchos sitios es por su carácter visual. Y el lenguaje visual es universal. Idealmente, el teatro es para todos los públicos; puede ser para cualquier persona: desde un chico a un anciano, desde alguien sin educación a alguien con un alto nivel universita­rio. Un hombre de la calle debería poder entrar al teatro y entender algo. El teatro es un foro donde se reúne la gente para ver y oír, estar y pensar.

-¿Es disciplina­do como artista? -Llevo una rutina muy precisa y planeo mis trabajos con mucha anticipaci­ón. Me levanto todos los días a las 7 a.m. y no hago nada por una hora. Después tomo el desayuno, usualmente una ensalada, un omelette y un té. Y trabajo con mi asistente respondien­do mails. Más tarde en la mañana empiezo a ensayar y trabajo hasta el atardecer. Y en los recreos hago trabajo de oficina.

-¿Cambió su forma de trabajo con los años?

-Al principio pensaba que tenía que llegar a los ensayos con todas las ideas en mente, pero luego me di cuenta de que eso forzaba que la situación real se adaptase a ideas preconcebi­das. Lo que hago desde hace ya unos años es llegar a los ensayos con ideas generales. Y allí lo determinan­te son las personas, los cuerpos, el espacio, la luz y el trabajo que se genera en ese conjunto.

-¿Le gusta que lo ubiquen dentro de la categoría de artista de vanguardia?

-Para mí, la vanguardia es redescubri­r el pasado, y el pasado son los clásicos. Los clásicos son lo único que permanece. Sócrates decía que los bebés nacen sabiendo todo y el proceso de aprendizaj­e es sólo el develamien­to del conocimien­to. Soy simplement­e un artista, y siempre hice lo que me pareció correcto, siempre basado en mi intuición. Nunca me propuse crear una nueva forma de hacer teatro.

-¿Cuál piensa que es el propósito del arte?

-El arte es una de las pocas cosas que permanecen a través del tiempo. Su función social más importante es juntar a las personas. Segurament­e, 5000 años desde ahora la gente va a buscar qué hicieron los artistas del pasado, y no muchas cosas más.

-¿The Watermill Center es una forma de perpetuarl­o?

- Una de mis primeras obras, Deafman

Glance, fue escrita con un chico afroameric­ano que era sordo. Duraba en total siete horas y era toda en silencio. Esto no se puede hacer en todos lados. Por eso, en este estudio artístico internacio­nal y multidisci­plinario que creé podemos mostrar el trabajo de artistas jóvenes y emergentes. Si bien mi padre era un católico conservado­r que trató de curar mi homosexual­idad, me dejó un consejo que hoy es parte de mi filosofía personal y mi forma de contacto con otras personas. “Si uno fue bendecido en la vida, tiene que dar lo que recibió”.

-Usted suele decir que en el arte no es necesario responder “qué es” algo, sino que lo importante es simplement­e hacerse la pregunta. ¿Usted todavía se hace esa pregunta como artista?

–Absolutame­nte. Me lo pregunto cada día de mi vida. **

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La gira mágica. Desde su estreno, en el Festival Internacio­nal de Manchester, en 2013, la obra interpreta­da por Dafoe y Baryshniko­v recorrió medio mundo y ahora llega al país.
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