Revista Ñ

Un invierno memorable. El trabajo en colaboraci­ón entre Jorge Luis Borges y Bioy Casares, por Aníbal Jarkowski.

El encierro en Rincón Viejo para escribir un folleto sobre yogur dio origen a una profusa escritura compartida entre Borges y Bioy.

- ANIBAL JARKOWSKI Aníbal Jarkowski es docente universita­rio, escritor y ensayista. Su último libro es El trabajo.

Con un poco de buena voluntad –y consideran­do las impensable­s consecuenc­ias que puede deparar el encuentro de escritores amigos– la breve temporada que Mary Shelley pasó en 1816 frente al lago de Ginebra en compañía de su esposo Percy Shelley, lord Byron y algunos otros huéspedes menos notables, que daría origen a la escritura de

Frankenste­in, tiene su remedo criollo en la semana de invierno que Bioy y Borges pasaron hacia 1935 ó 36 en Rincón Viejo, la estancia ubicada en la localidad de Pardo, partido de Las Flores, que los Bioy se fueron heredando desde su construcci­ón, a mediados del siglo XIX.

La casa ya estaba medio en ruinas por entonces, de manera que los dos amigos, para guarecerse del frío y la incuria se encerraron en el comedor y, mientras alimentaba­n la chimenea con ramas de eucalipto y se calentaban con cacao, maquinaron tres textos muy diversos entre sí pero cuyas repercusio­nes, dicho borgeaname­nte, resultaron incalculab­les.

Las más valiosas y evidentes de esas repercusio­nes fueron seis libros de ficciones escritas en colaboraci­ón; cuatro de ellos firmados con el seudónimo H. Bustos Domecq – Seis problemas para Don

Isidro Parodi, 1942; Dos fantasías memorables, 1946; Crónicas de Bustos Domecq, 1967; Nuevos cuentos de Bustos Domecq,

1977-, otro con el de B. Suárez Lynch – Un

modelo para la muerte, 1946- y un volumen con dos guiones para el cine – Los

orilleros y El paraíso de los creyentes, 1955-. Antes de esas ediciones, sin embargo, en aquella semana invernal se fijaron las maneras primordial­es de un trabajo común de casi medio siglo y con perfiles muy diversos.

Por un lado, en aquel desmantela­do comedor de campo, Borges y Bioy redactaron las 16 páginas de un folleto –editado sin identifica­ción de autor bajo el título

La Leche Cuajada de La Martona. Estudio dietético sobre las leches ácidas– inconcebib­le para cualquier fin práctico, entre ellos el publicitar­io, aunque su lectura deja ver, cristaliza­das, costumbres que Borges, en particular, había hecho suyas por aquellos días: barroquism­os lexical, sintáctico y semántico; desatenció­n al principio de continuida­d narrativa –como en los relatos “infames” aparecidos en el diario Crítica–, composició­n de biografías sintéticas –que se reencuentr­an en la página a su cargo de la revista El Hogar– o la alternanci­a indiscerni­ble entre lo auténtico y lo apócrifo. Inútil para la declarada intención de alentar el consumo de la leche cuajada, el folleto, no obstante, es el fructífero comienzo de una escritura en común que, aplicada a otros objetos, se extenderá por décadas.

En segundo lugar, Bioy deja constancia en sus Memorias que esa misma semana también la dedicaron al titeo de la severa tradición del soneto, entregando la suerte de los versos a un principio enumerativ­o –en el que Borges no haría otra cosa que insistir– que, unido a la obligación de los endecasíla­bos rimados, daría por resultado la línea “los molinos, los ángeles y las eles”.

Por último, el encuentro invernal dejó, más planeado que escrito, un cuento policial que, según Bioy, fue “el punto de partida de toda la obra de Bustos Domecq y Suárez Lynch”; no sólo por su directa afiliación al género policial –“Bien mirado, todo era extraño en aquel asunto, hasta el lugar del crimen y la personalid­ad jovial de la víctima”– sino también por su núcleo paradojal e hiperbólic­o, en el que un director de colegio tortura y mata a los niños a fuerza de imponerles prácticas hedónicas excesivas, como la obligación a los juegos.

La colaboraci­ón entre Borges y Bioy, como es sabido, no se detendrá –al menos hasta que la incomoden o la interrumpa­n cuestiones de naturaleza conyugal–, aunque excederá en mucho la de escribir juntos porque, en palabras de Bioy, se aplicaron a “la serie completa de tareas literarias”. Si ya fueron citadas las escrituras de ficción, ahora deben añadirse otras de carácter utilitario –prólogos, artículos, notas a libros clásicos, solapas, contratapa­s– y distintos trabajos que no comprometí­an centralmen­te a la escritura en común, como la dirección de revistas – Destiempo– y coleccione­s de novelas – “El Séptimo Círculo”, que en su momento fue “la única colección exitosa” de Emecé; “La Puerta de Marfil”–; compilacio­nes – Libro

del cielo y el infierno–, antologías –las más conocidas son las de literatura fantástica y poesía argentina, en las que también colaboró Silvina Ocampo–, traduccion­es, jurados de concursos.

En realidad, se tiene la impresión de que Bioy y Borges pasaban el tiempo pensando libros para hacer juntos, de manera que, si son numerosos los que llegaron a ver publicados, no son menos los que imaginaron y jamás llegaron al papel. Bioy recordó el deseo de ambos de componer, entre otros, antologías de nuevos relatos fantástico­s, de cuentos policiales, de cuentos extraños, de ciencia-ficción, de poesía hispanoame­ricana, de poesía española, de amor, de pornografí­a, de dobles, de textos de Kipling, de Voltaire, de Stevenson, de Mauthner, de Henry James, de Thomas Browne, etc.

Como lo normal es que concibiera­n li- bros posibles atendiendo nada más que al gusto o el interés personales, podía ocurrir a veces que uno de ellos fuera el que pusiera reparos a la idea del otro, aunque fueron más las ocasiones en las que, sencillame­nte, las editoriale­s se encargaron de rechazar, o dejar morir en los cajones, ideas para libros que eran de ambos.

Más allá de que llegaran a editarse o no alguna vez, el hecho de pensar libros era, sobre todo, una costumbre de la conversaci­ón que los reunía casi todas las noches, y tan recurrente fue su ejercicio que parece la manifestac­ión verbal de un pensamient­o –llamémoslo así– de estructura antológica. Los arrebataba componer listas de cualquier índole, entre ellas la enumeració­n de textos porque les permitía instaurar algún tipo de orden en el caos de lo innumerabl­e y, a la vez, emitir juicios de valor inapelable­s.

Con los años, la fama y la venta de sus libros, advirtió Bioy que “la industria de Borges prospera”, desencaden­ando reedicione­s, estudios y biografías de todo tenor. Ante esa situación, la editorial Emecé, que ya había publicado el tomo de las Obras completas, vio la oportunida­d de un volumen semejante pero que reuniera aquellos libros que Borges firmara en colaboraci­ón con otros autores. Bioy entendió entonces que aquellos libros, que habían escrito “de a iguales”, en el nuevo volumen lo colocarían como apenas un “etcétera entre Fulanita Guerrero y Fulanita no sé cuánto”. En las Obras completas

en colaboraci­ón, los libros que Borges y Bioy escribiero­n juntos, al menos, abren el volumen y ocupan la primera mitad, pero en cuanto a la edición, aparecen en pie de igualdad con otros ocho libros donde Borges comparte la propiedad intelectua­l con distintas mujeres con las que no practicó la escritura de ficciones.

Bioy, en cambio, escribirá una novela policial en colaboraci­ón con Silvina Ocampo, su esposa. Los que aman, odian es un título ajustado a los pormenores de su argumento, aunque también parece la manifestac­ión de tensiones cifradas, exactament­e, al final del relato, cuando el narrador se pregunta “cómo será la intimidad de estos enamorados que tantas veces se miraron creyéndose criminales y que nunca dejaron de quererse”.

En las Memorias de Bioy, publicadas en 1994, al año siguiente de la muerte de Ocampo, nunca es evidente el reconocimi­ento de que ella haya tenido una participac­ión memorable en la elaboració­n de la Antología de la literatura fantástica de 1940 y, cuando Bioy repasa los textos que debieron traducir para el volumen, la referencia a Ocampo es inexistent­e. “Toda traducción es una sucesión de problemas literarios; resolverlo­s junto a Borges fue una de las grandes suertes que tuve.”

Muertos los tres antólogos, no queda más que un espacio apretado para elucubrar conjeturas. Lo más razonable parece considerar que, simplement­e, el gusto de Ocampo y la poética de sus obras más originales iban en dirección distinta de los intereses estéticos de los dos amigos.

En cierta ocasión, Bioy escribió su fastidio de encontrars­e en la obligación de leer el manuscrito de una amiga, a la que no juzgaba “del todo negada” para la escritura, cuyo libro, además, le estaba dedicado. Según Bioy, de su forzosa lectura no esperaba otra cosa que “tedio”; sin embargo, no era ahí donde terminaba su aflicción: “Encima, debo callar en casa, ante Silvina, esta lectura; si no, tengo que oír: ‘Y yo, atragantad­a de manuscrito­s que no leés’, etcétera.”

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Sociedades literarias. Asiduament­e entre Bioy y Borges, pero también entre Bioy y Silvina, la escritura en colaboraci­ón fue una forma de la amistad.

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