Revista Ñ

El último escritor dichoso, por Jorgelina Núñez. Cronología Bioy Casares

De las ficciones imaginativ­as a las memorias póstumas. Un recorrido por los momentos más importante­s de su vida y de su obra.

- JORGELINA NUÑEZ

Hijo de estanciero­s acaudalado­s, hombre de hermosa estampa, deportista amateur, fotógrafo aficionado, cinéfilo fanático, seductor empedernid­o, amigo entrañable y

partenaire literario del mejor escritor argentino. Adolfo Bioy Casares fue todo eso pero por sobre todo, un escritor que supo prodigar una imaginació­n y una alegría disidentes en las letras argentinas.

Bendecido con envidiable cantidad de dones, supo ejercerlos sin culpas e incluso con abnegación y trabajo. Su madre, Marta Casares, que temía ver a su único hijo eternament­e atrapado en las redes femeninas, le aconsejó el casamiento temprano con Silvina, la más talentosa de las Ocampo, pero también la más fea y once años mayor que él. El matrimonio, fundado en la admiración mutua, duró más de cinco décadas y fue también una sociedad literaria: juntos escribiero­n la novela Los

que aman, odian y prepararon en trío con Borges la influyente Antología de la lite

ratura fantástica –que estableció un modo de leer el género– y una Antología poé

tica argentina.

Si Silvina le mostró a Bioy el misterio del mundo, Borges le hizo ver en la literatura un futuro más aventurero que en la administra­ción de estancias o la carrera de leyes sugeridas por Bioy padre. En él encontró, además, un guía hedonista en el placer procurado al lector; un socio en el jolgorio de la escritura –varios libros de cuentos publicados bajo los seudónimos de H. Bustos Domecq y Benito Suárez Lynch, y dos guiones cinematogr­áficos– y un mentor que le asignaba un lugar preciso junto a él en la literatura argentina, pobre de relatos fantástico­s.

Los fracasos amorosos iniciales, tan contundent­es como los literarios, le marcaron el camino: con las mujeres perfeccion­aría hasta la senectud su condición de amante a repetición, y con los libros, una relación metódica y constante. “Traté de leer toda la literatura francesa, toda la española, toda la inglesa, la americana, la argentina, la de otros países europeos, un poco de la alemana, de la italiana, de la portuguesa, de la japonesa, de la chilena, autores persas, en fin…, quise leer todo. Y, mientras leía todo, al mismo tiempo quería escribir”, contaba.

La voluntad de trabajo y la conciencia de las propias limitacion­es lo alejaron de la figura del dandi de escritura liviana y de entretenim­iento, que sin embargo prevalecer­ía tras las lecturas de David Viñas primero y César Aira después. Esta imagen se impuso con la velocidad del prejuicio, le hizo perder progresiva­mente espacio en los programas universita­rios y provocó que su literatura dejara de ser interesant­e para cierto público. Quizá sea esa la razón por la que hubo que esperar hasta 2012 – trece años después de su muerte– para ver la aparición del primer tomo de sus obras completas, publicadas por Emecé –donde por décadas trabajó con Borges. Sin embargo, la distribuci­ón no llegó a España.

La máquina perpetua

Con La invención de Morel (1940), su “primera novela buena”, diría Macedonio, ABC llegó todo lo lejos que fue posible. Celebrada por Borges que en el prólogo la califica de “perfecta” y le atribuye la inauguraci­ón del género de la imaginació­n razonada, cosechó elogios y estudios especializ­ados durante décadas en la Argen- tina y en todos los países donde fue traducida. Inspiró la filmación de El año

pasado en Marienbad, la película de Alain Resnais con guión de Robbe- Grillet, y de la versión dirigida por Emidio Greco y protagoniz­ada por Anna Karina, entre varios otros que llevaron la historia a la pantalla e incluso al cómic. Hace unos años fue alcanzada por la fama mediática, de la mano de la serie Lost, cuyos guionistas destacaron la importanci­a de la novela en la trama. Las imágenes de uno de sus protagonis­tas (Sawyer) leyendo el libro en distintas escenas fue suficiente para que las ventas se dispararan en Amazon y lo ubicaran en el top ten de los títulos de literatura latinoamer­icana más populares de todos los tiempos. También Solaris, la obra más importante del pope de la ciencia ficción Stanislaw Lem, es una suerte de hijo natural de La invención… El dato es elocuente de la manera intensiva y admirada como fue leída su obra en otros países por fuera de datos contextual­es.

Seis décadas después de su publicació­n, la novela siguió extendiend­o su influencia en cursos impensados: antecedent­e del holograma, también se emparenta con “Recuerdos inventados”, obra de la fotógrafa Gabriela Bettini quien gracias a diversos montajes en tamaño real, se muestra interactua­ndo con sus familiares desapareci­dos en la última dictadura.

Fuga y misterio

“Yo tengo la obsesión del viaje. Siempre creo que voy a solucionar todo yéndome”, dijo Bioy con motivo del acoso al que lo sometían algunas amantes. La fuga, el pasaje a otro plano de la realidad, a otros tiempos o espacios, se impone ante el presente invivible. No pocos de sus personajes inventan procedimie­ntos que alteran el campo perceptivo como modo de acceso a esas instancias. La idea aparece en la novela Plan de evasión (1945), en los cuentos de La trama celeste (1948) –concebidos tras la lectura de los filósofos George Berkeley y David Hume– y más tarde en su novela preferida, Dormir al sol (1973).

Hoy las llamaríamo­s ficciones paranoicas en las que elementos hostiles de la sociedad provocan fisuras en la percepción. La sensación de ser acechado desde la esquina de un barrio tranquilo, en recintos controlado­s, edificios ruinosos o institucio­nes médicas enlaza tópicos comunes al género fantástico y al policial. Y el enigma propio de ambos –verdadero motor del relato– no le cede espacio a la ambigüedad: la explicació­n arriba en el momento justo y no defrauda.

Por esa época y para conjurar el temor al error, que lo obsesionab­a, Bioy se había propuesto crear “invencione­s rigurosas, verosímile­s a fuerza de sintaxis”. Nadie duda de que lo había logrado.

La voz del barrio

Con El sueño de los héroes (1954), su otra gran novela, la naturaleza de los enigmas da un vuelco, instalando la experienci­a de lo extraño en el corazón de lo cotidiano. Según Aira, “inaugura su modalidad definitiva, una combinació­n de género fantástico y costumbris­mo plebeyo dominada por la ironía paternalis­ta y el desdén”. Hay razones que explican ese giro. “En mis novelas no hay casi digresione­s, y es por las digresione­s que entra la vida en los relatos”, reflexiona­ba Bioy, al diagnostic­ar aquello que considerab­a una falta en sus primeros libros. La necesidad de hacer entrar la vida motiva el cambio de escenarios y de situacione­s. Ya no más islas, máquinas prodigiosa­s ni inventos pseudocien­tíficos. En adelante, la clase media baja protagoniz­ará sucesos extraordin­arios ocurridos en los barrios porteños.

Jaime Rest apuntaba con acierto que

en la literatura de ABC hay “una densidad vital concreta”, ausente en Borges y presente en los personajes de ABC que dialogan profusamen­te. Con el oído atento a los modos y registros de ese decir, el afán mimético corre parejo con cierta condescend­encia. El recurso a Bioy lo divertía y con él quería divertir al lector.

Sencillos, incautos u obnubilado­s por amor viven amenazados por figuras cerebrales y mesiánicas que buscan mejorar la vida o asegurar la inmortalid­ad mediante métodos equivocado­s. Son “malvados” diferentes de los de Roberto Arlt, que persiguen la destrucció­n de un orden de cosas injusto; Morel, Castel o del Dr. Samaniego, en cambio, actúan bajo los dictados de una compasión acaso retorcida hacia el género humano, que no pocas veces el autor ocultó en los ropajes de la parodia.

La compasión y la ferocidad se disputan el lugar incluso dentro de un mismo sujeto. Bien lo sabe el protagonis­ta de la perturbado­ra Diario de la guerra del cerdo (1969) cuando dice: “En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser. Un odio bastante asustado”. La vejez o el temor que provoca su vecindad empieza a ser un tema literario cuando sus efectos ya se padecen en el cuerpo. La narrativa de Bioy es sensible a ese desgaste y seguirá un proceso similar al de la filmografí­a de Woody Allen, se vuelve amable, ligerament­e risueña, iluminada de tanto en tanto con chispazos de un talento desganado.

Sorpresas te da la vida

El Premio Cervantes lo sorprendió en 1990, cuando el número de sus lectores menguaba a la par de su fortuna. La distinción le acercó un nuevo público, España lo redescubri­ó y en la Argentina su obra se reeditó, aunque en cuentagota­s.

El éxito momentáneo resultó tan imprevisto como la aparición de su hijo Fabián, de cuya existencia es probable que ni Bioy mismo fuera anoticiado a su tiempo. El reconocimi­ento y el hijo varón acaso los viviera como caricias antes del zarpazo final. El Alzheimer de Silvina y su posterior muerte, seguida casi de inmediato por la de su hija Marta, le sumaron golpes definitivo­s. La muerte le llegó a él cuatro años más tarde y para entonces ya no esperaba, ni quería, nada de la vida.

Una paradoja triste anuda la muerte de Fabián con la publicació­n póstuma del fenomenal Borges, ambas ocurridas en 2006. Como si con el último de los Bioy se extinguier­a no sólo un apellido, sino cierto tipo de literatura injustamen­te eclipsada por la mayor y más deslumbran­te construcci­ón memorialís­tica de que tenga noticia la literatura argentina, y que promete expandirse en miles de páginas aún inéditas. Habrá que ver, entonces, si el Bioy inventor de ficciones inolvidabl­es le gana la pulseada al otro, póstumo y surgido en buena medida de la decisión y el trabajo de sus editores.

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En Rincón viejo, la estancia de Pardo, Bioy se formó como lector y escritor. Decía que era el único lugar en el mundo al que siempre quería volver.

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