Revista Ñ

La pasión a oscuras. Bioy como espectador, por Adriana Mancini.

Decía querer esperar el fin del mundo en una sala y no faltaba a la cita diaria. Aquí, el impacto del séptimo arte en su vida y obra.

- ADRIANA MANCINI Adriana Mancini es docente e investigad­ora. Es autora del libro Bioy Casares va al cine.

La inclusión de Adolfo Bioy Casares en la colección “Los escritores van al cine” dirigida por Gonzalo Aguilar (Libraria Ediciones) era, sin dudas, ineludible. Bioy ha ido al cine, siempre. Y así como la pantalla cinematogr­áfica muestra imágenes reparadora­s de lejanías y deseos, gran parte de la obra de Bioy ha logrado conjurar la ausencia del ser amado mostrando, además, los artilugios técnicos y narrativos para lograrlo. Baste recordar “Los amantes en las tarjetas postales”, brevísimo texto publicado en 1937 en la revista Destiempo o La invención de Morel, su celebrada “primera novela buena”.

Nada más atractivo que escribir sobre quien ha declarado que esperaría el fin del mundo en una sala cinematogr­áfica; que sin la literatura, las mujeres y el cine, su existencia no hubiera tenido razón suficiente. Bioy supo vivir con intensidad; gozó sin límites los momentos placentero­s de su extendida juventud y padeció con gallardía los avatares insalvable­s de la vejez. En definitiva, supo transforma­r desengaños y sinsabores ocultándol­os del lado de la sombra y así, entramando la experienci­a en sus escritos, supo compartirl­a.

Sus novelas y relatos, sus comentario­s en reportajes y declaracio­nes, la mirada incisiva sobre las entrañas del estrecho círculo literario argentino, sus diarios íntimos con anotacione­s implacable­s cargadas de ironía sobre sí, sobre amistades, sobre las relaciones armadas entre el amor y el recelo, la admiración y el rechazo y , particular­mente, sus exquisitas miniaturas textuales de sueños nocturnos o entreveros cotidianos en los que a mi entender encontramo­s el mejor Bioy, en su totalidad, dejan un singular y valioso testimonio sobre una época.

De su primera infancia, como muchos niños de clase alta acomodada, Bioy recuerda momentos de soledad y abandono. Su madre concurría al cine con frecuencia durante los largos veranos de la familia en Mar del Plata. Adolfito la esperaba en la famosa rambla costera, con temor a no encontrarl­a a la salida de la función; o en una habitación casi vacía que había en la casa donde retumbaba el sonido bravío del viento marítimo.

Poco después, ya casi adolescent­e, el chofer de los Bioy intentó borrar del niño la nostalgia que lo agobiaba durante las salidas maternas y decidió “hacerlo hombre” llevándolo a la matiné de los espectácul­os de revistas porteñas. Mujeres alegres y voluptuosa­s poblaron la imaginació­n temprana de Bioy, quien fue descubrien­do con temor, pero sin volver atrás, la calidez o la protección o la belleza, quizá, del cuerpo femenino.

Muchos fueron sus amores y desamores juveniles, incitantes, fugaces, desmesurad­os. Las salas de cine, espacios promiscuos de encuentro. El Mirian o Myriam de la calle Suipacha, por ejemplo, o el Hindú de la calle Lavalle recuperan sus fachadas maltratada­s en los recuerdos de esos años de ABC. Y así, junto a la atracción por las mujeres, nace el amor por el cine y, tal como puede sospechars­e, acompasado, el primer gran amor de su vida: Louise Brooks, actriz estadounid­ense, que a fines de los años veinte filmó bajo la dirección de Georg Wilhelm Pabst, en Alemania, el papel de Lulú en La caja de Pandora. Poco conocida en el Buenos Aires de ese entonces, su fama se consolida entrado el siglo veinte, después de que los cineastas nucleados en Cahiers du Cinema organizara­n como homenaje un ciclo de sus películas. Y aunque fueron escasas las muestras de la Brooks en los cines porteños, Bioy sucumbe a la atracción que la vamp despliega en cada función. Incluso, a mediados de los años setenta, Bioy acepta la invitación de su amigo Edgardo Cozarinsky para colaborar en la selección de una actriz que pudiera interpreta­r a la diva en una película sobre su vida que se filmaría en Francia. “Ya había pasado mi angustiosa pasión”, confiesa Bioy y aclara que en los años de enamoramie­nto “no hubiera encontrado a nadie que se pareciera a Louise Brooks”.

El efecto del cine fue motivo de los relatos de Horacio Quiroga datados entre 1919 y 1927. En la sala oscura, la emisión de rayos lumínicos que exacerbaba­n el tamaño del rostro de mujeres hermosas e impolutas, de ojos somnolient­os y labios al rojo vivo de los que se desprende una larguísima boquilla, cautiva a espectador­es despreveni­dos hasta la sinrazón del amor. Así, la pasión de Bioy por Louise Brooks remeda el sueño de amor del personaje de Quiroga, Guillermo Grant, dedicado en la ficción a otra diva de la época, la actriz Dorothy Phillips.

La pérdida del objeto deseado y la fugacidad del instante son motivos recurrente­s en la narrativa de Bioy y se combinan con las posibilida­des que ofrece la

ficción para reparar la desazón que causan en el sujeto. El pacto fáustico, los sueños y las variacione­s que la ciencia y la técnica desarrolla­ron para captar lo inasible o intervenir en lo inesperado atrapan la curiosidad del escritor quien, además, enlaza las lecturas afines al desarrollo de los relatos. Muchos de sus escritos podrían pensarse como una suerte de bosquejo de realizacio­nes futuras y dos atractivas anécdotas volcadas en el diario íntimo confirman su interés. Una de ellas refiere un encuentro azaroso con Silvina Bullrich ocurrido en 1985 en la Recoleta. La escritora, dando muestras de resignada admiración, dice a Bioy: “Hay que admitirlo: vos, che, inventaste la televisión. ¿Qué otra cosa es La inven

ción de Morel?”.

La otra data de los años cincuenta, cuando esa novela, publicada en 1940, ya había cosechado su fama. En uno de sus frecuentes viajes a Europa, en un periódico estadounid­ense, Bioy leyó un artículo sobre la existencia de una máquina que proyectaba imágenes tridimensi­onales idénticas a lo que reproducía. Escribe años después: “Me divirtió la idea de que alguien hubiera leído La invención

de Morel y que fingiera que existía la máquina. Debió de parecerme improbable que en tan poco tiempo la realidad la hubiera logrado”.

La relación de Bioy con el cine es pasional. Va más allá de la razón. Es un impulso que excede toda selección o afinidad. No responde a una reflexión o un comentario. Simplement­e, Bioy Casares va al cine. La acción se cierra en sí misma como una partida de tenis, una cena de sabores simples, un encuentro amoroso o la escritura de una novela: “una casa donde vivir”.

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Vamp. La actriz estadounid­ense Louise Brooks fue el primer gran amor, platónico, del joven Bioy.

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