Revista Ñ

Entrevista con Daniel Callori, por M. S. Dansey.

Daniel Callori habla de sus pinturas de la última década, exhibidas ahora en la Fundación Esteban Lisa, y de cómo se cruzan con su historia de vida.

- M. S. DANSEY

R ecurrir a la biografía del artista para hablar de su obra es un recurso, además de fácil, ingrato. Se supone que la obra habla por sí misma. Por otro lado, no es de buena educación andar hablando en público de enfermedad­es, pero cierto, toda regla se confirma en su excepción. Así que, bueno, acá vamos: lo de Daniel Callori es anemia de Fanconi. Una enfermedad que ataca a uno de medio millón. De bebé, vivía irritado, lo tocaban y le salían moretones, sufría hemorragia­s y desnutrici­ón. La familia, una familia de laburantes de Wilde, se paseó de médico en médico hasta que a los nueve años dieron con el diagnóstic­o. Que no fue muy alentador. Con alta probabilid­ad de contraer cáncer, sobre todo leucemia, el 70 por ciento de los pacientes tiene retraso en el crecimient­o, anomalías en el sistema nervioso y alteracion­es que le impiden, por ejemplo, la exposición al sol. La esperanza de vida es de 30 años y antes de seguir digamos que Callori está por cumplir 32. Bajito, de metro y medio, piel manchada, voz de niño, dice que no estaría contando el cuento si no fuera por el trasplante de médula que le hicieron a los 10. Estuvo casi un año internado en el Hospital Naval, dentro de una burbuja, viendo a sus padres a través de un vidrio, sin contacto con el mundo exterior. Ahora, en su departamen­to de Congreso, apoyado en una ventana donde se ven las cúpulas más lindas de Buenos Aires, confiesa que no la pasó tan mal. Leía historieta­s, libros, veía mucha televisión y dibu- jaba. Se la pasaba dibujando en el hospital y después, durante los años que siguió encerrado en su casa con maestra a domicilio. Sus primeras salidas fueron a dibujar a la estación. Ahí se le acercó un hombre que le contó de una escuela de bellas artes en Quilmes. Y allá fue. Solo. En tren. Tenía doce años y como no quisieron inscribirl­o, volvió a escondidas de sus padres, acompañado de su hermano mayor. Para los Callori el arte no era una opción.

Ahí empezó a pintar. Pintaba rostros, caras inspiradas en los expresioni­stas alemanes y las imágenes que encontraba en los libros de arte que sacaba de la biblioteca escolar. En Antídoto, su muestra en la Fundación Esteban Lisa, curada por Herminda Lahitte, se ven algunos de esos rostros. Y algunas miniaturas, acaso los mismos rostros que se volvieron manchas. Manchas de colores rabiosos sobre vidriecito­s de dos centímetro­s por tres. –Esos vidriecito­s los encontré en el laboratori­o de una clínica abandonada. Me había hecho amigo del cuidador, un viejo pintor de La Boca, amigo de Quinquela Martín, que me invitó a pintar con él. Tenía su taller en el primer piso de ese edificio en ruinas. Y cuando me aburría, salía a inspeccion­ar. Así encontré una caja con los vidriecito­s que tuve guardada mucho tiempo hasta que se me ocurrió que podía usarlos para pintar. – Se parecen un poco a las muestras del hematólogo. ¿Vino por ahí? –No sé. Puede tener conexión. El estudio ese que te pinchan el dedo y hacen correr la gota de sangre entre dos vidrios me lo hicieron mil veces, lo odiaba –se ríe–. Pero no lo tenía en la cabeza. La verdad es que las cosas salen solas. La pintura es así.

La muestra, que abarca diez años de producción, arranca con esos vidriecito­s que son de 2004. Y sigue con papeles de 2005 a 2006 donde Callori dibuja y pinta las manchas que antes surgieron en los vidrios. También hay telas más grandes, de 2008 en adelante; las mismas manchas trabajadas con mayor libertad. Dos pasos, entonces, la mancha espontánea y la representa­ción de la mancha. El bucle formal y conceptual. –En el catálogo de la muestra, el artista Roberto Elía se refiere a un texto sobre el barroco de Delleuze. – Sí, del pliegue sobre el pliegue. El pliegue que va hasta el infinito. Siento que hay relación. En un texto que escribió Mercedes Casanegra para mi primera muestra en Praxis también habló del barroco. – Será el fuerte contraste de colores y esa obsesión sobre lo mismo que vuelve como algo cíclico y saturado, feliz, pero de una felicidad rabiosa y en algún punto agobiante. – Saturado. Puede ser. Ahora que veo el trabajo de diez años todo junto siento que llegue al límite de algo. No sé bien lo que va a venir. –También se ven cuadros cada vez más grandes. –Tengo una ley: no pintar cuadros más altos que yo, pero los últimos son más grandes. Y la verdad, lo disfruto. Aunque tengo que subirme a un banquito, es más emocionant­e, tengo más libertad (ríe. Ríe y tose).

–Estás agrandado...

–Es culpa del psicoanáli­sis.

–Y de la pintura. –Puede ser, pintar es dejar que las cosas sucedan. Como la vida. Eso es pintar.

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Sin título, 2004. Oleo sobre papel de lija entre vidrios, 10 x 10 cm (arriba).
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Sin título 3, 2014. Acuarela sobre papel, 24 x 17 cm (izquierda).

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