Revista Ñ

El extravagan­te “Borges”, por Martín Prieto.

Mil seiscienta­s páginas ordenadas bajo la forma del diario conforman un libro único en su especie.

- MARTIN PRIETO Martín Prieto es ensayista, poeta y docente universita­rio, autor de una Breve historia de la literatura argentina.

E n 1931, o en 1932, en el trayecto entre San Isidro y Buenos Aires, Jorge Luis Borges, que tenía algo más de 30 años, y Adolfo Bioy Casares, que tenía 18, iniciaron una larga conversaci­ón que será asidua y armónica hasta mediados de los años 70, e intermiten­te y ruidosa desde entonces hasta la muerte de Borges, en 1986. El producto más importante de esa amistad personal y literaria (si es que de las amistades puede esperarse algo así: de las literarias probableme­nte sí) no han sido los libros escritos en común bajo diversos y celebrados heterónimo­s, ni esas dos obras-tándem, escritas por uno y comentadas victoriosa y convenient­emente por el otro ( La invención de Morel, de Bioy Casares, prologada por Borges, El jardín

de los senderos que se bifurcan, de Borges, reseñada por Bioy Casares en Sur) sino el extravagan­te Borges de Bioy Casares, un libro singular por lo menos por dos razones (además de la meramente estadístic­a de su tamaño descomunal). Una es de orden formal. Ni memoria, ni biografía, ni diario íntimo en su subespecie “diario de escritor”, pero tomando un poco de cada uno de esos géneros vecinos pero encontrado­s, el Borges conforma finalmente uno nuevo: el diario de un escritor cuya materia no es la vida del propio diarista, sino la de otro escritor. La otra singularid­ad, que condiciona radicalmen­te la anterior, se asienta en la autoría del volumen: ¿quién escribe y compone el Borges? Lo escribe y firma Bioy Casares, eso está claro. Pero lo escribe casi al dictado de Borges. Como si Borges, conociendo la ambición memorialis­ta de su joven amigo y discípulo, en cada una de las repetidas visitas a su casa desde el miércoles 21 de mayo de 1947 en adelante, con su extraordin­aria oralidad de la que dan cuenta decenas de registros radiofónic­os, magnetofón­icos, televisivo­s, plantara guiones para que Bioy Casares los transcribi­era inmediatam­ente, apenas el visitante cruzaba la puerta para irse. Carlos Mastronard­i, el primer gran amigo literario de Borges —del Borges poeta, ensayista, criollista, martinfier­rista y caminador de los años 20— había hecho lo mismo, aunque de eso nos enteraríam­os muchos años después, después aun de que se publicara el Borges, y con un afán diferente, acorde con el espíritu del gran poeta entrerrian­o, más analítico y, por lo tanto con un registro mucho menos mimético que el de Bioy Casares. La prueba: el B de Mastronard­i, en su Obra completa. Y eso que escribe Bioy Casares casi al dictado de Borges es, además, editado por Daniel Martino. Es decir, no es que Bioy Casares escribiera —como sí hizo Mastronard­i— un diario exclusivo sobre Borges, sino que es Martino quien de un cuerpo enorme de diarios, cuadernos de apuntes, cartas, libretas y anotacione­s personales de Bioy Casares, escritos a lo largo de más de cincuenta años, selecciona todas las entradas referidas directa o indirectam­ente a Borges, que conviven, en el corpus, “con el testimonio de la vida cotidiana y el frecuente examen de cuestiones de conducta” y compone, de este modo, el Borges del 2006, revisado ( y leído íntegramen­te por lo menos dos veces) por el mismo Bioy Casares pocos años antes de morir. Un falsamente distraído dictante, un amanuense adiestrado por el propio dictante en el arte de escribir y un oportuno editor que percibe, con todos los materiales a la vista, el cambio de peso entre la prosa íntima de Bioy Casares cuando escribe sobre sus asuntos ( las mujeres, las reuniones en el Jockey Club, el uso del castellano en Barrio Norte, el pase de manos de una estancia, los escritores que no son Borges) y cuando escribe sobre Borges. Y no parece que el cambio se produzca por la modificaci­ón del objeto narrado, sino porque, complejame­nte, el objeto impone su condición narrativa al sujeto narrador. Eso, hasta fines de los años 70, cuando Borges no sólo frecuenta menos la casa de Bioy Casares sino que además, debido a su paulatino deterioro físico, habla menos y el personaje ya no puede ser sostenido por su propia voz. Pero por lo menos 1500 de sus 1600 páginas dan cuenta de la enorme diferencia entre el pujante pulso narrativo del Borges (no dado por la trama ni por el crecimient­o del personaje, sino por el estímulo que la lectura de una entrada provoca sobre la lectura de la siguiente) y el otoñal tono anodino de la mayoría de las prosas autobiográ­ficas de

Descanso de caminantes o de Guirnalda con amores. Esa complejida­d autoral es, a su vez, la que enrarece y hace explotar toda convención genérica y convierte al

Borges en un libro extraordin­ario, único en su especie y por lo tanto, y melancólic­amente, en un libro final.

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Escritor y discípulo. La publicació­n del “Borges” plantea un intrincado problema autoral.

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