Preso de un ataque de ira

Después, para terminar el día, me despido de la franja ribereña y doy vueltas por una Rosario de calles abiertas y radiante anochecer que, con los primeros fríos del día, expulsa a los músicos y los vendedores ambulantes de sus calles ya vacías, y a todos nos invita a la vida de interior. Me meto en un cine de shopping a ver

Relatos salvajes, de Damián Szifrón, y me sumo a los 450 mil espectadores que inva- dieron las salas y la convirtieron en el estreno argentino más visto de la historia, y salgo “muy arriba”, preso de un ataque de ira por ahora contenido, maldiciendo al universo temático de la furia clasemediera- cacerolera típica, violencia desmedida motivada, por ejemplo, por una sucesión de multas de tránsito o agresiones sin sostén y sin sentido dedicadas a otro automovilista al grito de “negro resentido”. No hay derecho –voy pensando– a reducir una historia a sus núcleos, generando una catarsis que me resultó repulsiva, como cuando en mi sala todos se pusieron a aplaudir y a gritar –pura satisfacción empática– ante el personaje de Bombita (Ricardo Darín), quien toma revancha por los multados del mundo y hace volar la Playa de Infractores del GCBA. Pero, antes de dormirme, me resulta más fuerte la atracción que me produce el virtuosismo formal de las historias de Relatos salvajes –esa misma narración hecha de núcleos de sentido–: la capacidad de establecer empatía de cada narración, los trucos para sostener la tensión dramática con muy poca información sobre los personajes, las tramas espiraladas que convergen en un tema y se constituyen alrededor de la ira como variaciones de música. Una semana después, todavía sigo pensando en la película de Szifrón: cuánta ira en cada biografía, sembrada en cada frustración, cada bronca atragantada que nos afecta día a día y que se cristaliza en la pantalla. Cuánto enojo, cuánta conexión colectiva con esa cuchillera, ese psicópata en el avión, aquel terror devenido pura acción física.