Revista Ñ

Tecnoptimi­stas y ateos de la era digital

Progreso interpelad­o. Un sistema que inventa constantem­ente objetos genera entusiasmo y escepticis­mo sobre sus virtudes y el lugar del ser humano.

- NICOLAS MAVRAKIS

El debate que enfrenta los beneficios del desarrollo tecnológic­o con los perjuicios para las formas habituales con las que, hasta ese momento, se entendía y experiment­aba el mundo, no es una discusión entre el espíritu de progreso de la Humanidad y los espectros de su propia nostalgia, como la versión simplifica­da (pero siempre seductora) de la carrera mítica entre Aquiles y la tortuga. Analizada con cuidado, esa también es la historia paradójica del acercamien­to continuo de un sujeto —tan rápido como el miedo— hacia un objeto —tan moroso como el progreso— que, sin embargo, mantiene una distancia constante. Como plantea el psicoanáli­sis lacaniano —un protocolo de lectura en sí mismo “nuevo” ante el “viejo” paradigma freudiano—, no se trata de que Aquiles no pueda adelantars­e a la tortuga sino de que no pueda alcanzarla. En términos psicológic­os, por lo tanto, el sujeto persigue su deseo de una manera constante pero también imposible, y es en ese circuito donde se resuelve el goce. ¿No es el coro de voces conservado­ras (o reaccionar­ias), advirtiend­o contra las amenazas del progreso tecnológic­o —en un arco que va desde la imprenta de Gutenberg hasta el Facebook de Zucker- berg—, algo parecido a la carrera de Aquiles detrás de su tortuga imposible? ¿Qué lograrían el miedo y el pesimismo crónicos que enfrenta cada paso de la evolución tecnológic­a desde sus principios si, por algún motivo, lograran prevalecer y “alcanzaran a la tortuga del progreso”?

Por supuesto, no es la clase de especulaci­ón filosófica que preocupa a la enorme mayoría de los 2.800 millones de usuarios actuales de la Web —por mencionar el avance más significat­ivo de las últimas décadas, y el que todavía divide aguas—, ni a los vectores de una economía digital en expansión global que, en países como el Reino Unido, alcanza hasta el 8% del PBI. Pero sí es el terreno donde se resuelve algo más sutil y profundo: el imaginario que intenta dar un sentido a los cruces inevitable­s entre tecnología y civilizaci­ón. Ante ese panorama, hoy la nueva ola de “tecnopesim­istas” parece haber abandonado los espectros fallidos de una disolución masiva de las individual­idades personales, comunitari­as e incluso nacionales con el advenimien­to de la Web para comenzar a apuntar con más cuidado al corazón material del presente tecnológic­o. Para el ensayista inglés Mark Bauerlein, una de las cuestiones clave de la tecnología actual es la forma en que disuelve la capacidad cognitiva de los jóvenes y su capacidad de concentrac­ión, asunto que desarrolla en La generación más tonta: cómo la era digital estupidiza a los jóvenes americanos y hace peligrar nuestro futuro (2008), libro que, además de una importante repercusió­n en el mundo científico, tiene una elocuencia absoluta.

El centro del argumento “tecnopesim­ista”, sin embargo, puede sintetizar­se en una pregunta: ¿quedan trabajos realizados por humanos que no puedan ser reemplazad­os por algoritmos, robots o drones? Más allá de las ventajas o desventaja­s que eso implique para el producto final, la certeza —insisten los pesimistas— es que el sistema económico nunca ha dejado de estar dispuesto a hacer lo que resulte más barato y produzca mejores beneficios (para el sistema económico) y, en esa ecuación, el elemento humano tiene pocas ventajas en comparació­n con la tecnología. A partir de este esquema, el renacimien­to del ludismo — un movimiento obrero que como respuesta a los bajos salarios y la inestabili­dad laboral durante la revolución industrial profesaba “el odio hacia las máquinas”— promete transforma­rse en la nueva pared de sonido contra la que deberán enfrentars­e las voces favorables del desarrollo.

Entre los oradores clásicos del “tecnoptimi­smo”, mientras tanto, a sus 70 años Nicholas Negroponte, fundador del MIT Media Lab y autor del clásico Ser Digital (1995), sigue predicando que la edad digital no puede detenerse y que su deriva “natural” es favorecer una armonía superior entre las personas. Para el ensayista estadounid­ense Kevin Kelly, autor de Lo

que la tecnología quiere (2010), la base de esa armonía todavía está en las herramient­as de intercambi­o colectivo que vuelven predominan­te una cultura de la colaboraci­ón. Con ese horizonte, la respuesta esencial de los “tecnoptimi­stas” al neoludismo es señalar algo que la Historia ha demostrado desde la invención de la rueda: cada vez que la técnica alteró las formas de producción, convirtien­do en obsoletas viejas prácticas y oficios, también se ocupó de crear nuevas ocupacione­s y profesione­s.

Las redes sociales, mientras tanto, plantean un desafío aparte. Entre la especulaci­ón constante y un discurso inasible sobre sus efectos, la dinámica de su progreso ininterrum­pido parece darle a cualquier juicio de valor a su alrededor una relevancia tan evanescent­e como la de un tweet en Twitter o un post en Facebook.

Un análisis de Weibo —la versión china de Twitter— demostró sobre unos 70 millones de mensajes de 200.000 usuarios que el enojo es una emoción con la capacidad de esparcirse más rápido y de manera más efectiva que la alegría. “El enojo es más influyente”, concluyero­n Rui Fan, Jichang Zhao, Yan Chen y Ke Xu en su paper de la Beihang University en Beijing. La propagació­n de emociones, la influencia de los sentimient­os y su análisis cuantitati­vo en las redes también fueron motivo de un experiment­o reciente en Facebook, con el mismo resultado. Desde una perspectiv­a “a favor” o “en contra”, que los sentimient­os negativos se propaguen más que los sentimient­os positivos —a través de un volumen de 1.600 millones de usuarios si se combinan Facebook y Twitter— sirve a los analistas para medir el tiempo de respuesta virtual ante distintos conflictos y reclamos sociales ( y la conclusión es una demostraci­ón empírica de que, cuando las cosas marchan mal, las personas reaccionan más rápido y de manera más vehemente que cuando marchan bien). Pero es la paradoja representa­da en el hecho mismo de que un enorme volumen de “negativida­d” pueda medirse y transforma­rse, en un aporte “positivo” al conocimien­to lo que, por otro lado, enmarca la zona abierta al debate. Tal como repite Julian Assange, la solución a las vulnerabil­idades provocadas por la tecnología está, al mismo tiempo, en el uso más conciente de la tecnología.

¿Pero no es el plano literario el espacio donde la disputa entre los modos en que se asimila la realidad puede realmente desarrolla­rse? Desde que a finales de los 40 Arthur C. Clarke escribió la historia del primer satélite artificial —una década antes de que el primero se pusiera en órbita, en la tradición anticipato­ria de Julio Verne—, autores como Philip K. Dick, Kurt Vonnegut, J. G. Ballard, Michel Houellebec­q o Dave Eggers —cuya última novela retrata un mundo dominado por una corporació­n como Google—, transforma­ron el distanciam­iento social, la realidad virtual y la clonación en sus temas, en versiones que van del horror a la celebració­n. Que la tecnología sea el motivo de buena parte de la creativida­d contemporá­nea tal vez sea el alegato más interesant­e que pueda argumentar­se a favor del desarrollo tecnológic­o. La posición optimista, en ese sentido, mantiene la delantera incluso cuando la sombra pesimista de Aquiles se acerca, tal vez porque se niega a convertir a la tecnología en el chivo expiatorio de los grandes problemas económicos y sociales. ¿Qué es un “tecnoptimi­sta” sino alguien que intenta nadar en las aguas agitadas por la rabia de la modernidad sin la poesía frágil de otro tiempo?

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Virtualida­d y realidad. La tecnología puede constituir­se en el motor de buena parte de la creativida­d contemporá­nea.

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