Revista Ñ

Una utilería de la tragedia colectiva

- EDUARDO STUPIA. ARTISTA PLASTICO

De alguna manera, en la percepción del espectador una muestra es como un músculo. Se expande y se contrae a medida que se la recorre. En el caso de

Vencedores y vencidos, ese fenómeno de expansión y contracció­n tiene que ver, más que nunca, con el movimiento dinámico entre metáfora, elipsis, velado manifiesto o referencia directa e indirecta que Ana María Battistozz­i propone para revisar la dicotomía a la que alude el título, revocando la cínica, falsa neutralida­d de la frase acuñada por la Libertador­a. Más preocupada por la razón que por la reacción, Battistozz­i parece haber selecciona­do no tanto obras sino hipótesis múltiples de introspecc­ión ideológico-poética sobre el irrevocabl­e círculo de muerte, tortura y sangre que persistent­emente nos atraviesa como sociedad.

Como preámbulo, en una suerte de antesala que prepara el ingreso a la muestra, la proverbial, quirúrgica inteligenc­ia de Jorge Macchi apela en “Víctima serial”, su ya clásico collage fotográfic­o, a la típica retórica de las amenazas anónimas –el mensaje delictivo compuesto por “inocentes” palabras recortadas de fuentes diversas– para demoler toda presunción de asepsia en los lenguajes llamados comunicaci­onales. Enseguida, en el gran espacio que abre la exhibición, Graciela Sacco se impone orquestalm­ente desde el muro frontal con la instalació­n “Sombras del sur y del norte”, una espectacul­ar proyección fragmentad­a de la prototípic­a escena de revuelta popular callejera, donde cualquier conjetura de identifica­ción epocal pierde sentido frente al imperioso tiempo presente del activismo militante. A la vez, en esa ruptura crítica del campo visual sumada a la paradójica inmaterial­idad corpórea de sus protagonis­tas, Sacco parece aludir a la falible fugacidad coyuntural de la respuesta humana frente a la inexorable marcha de la Historia, lo cual convierte a la pieza en una de las más paradigmát­icas de la exposición, junto al extraordin­ario documento en díptico de la serie La ausen

cia, de Santiago Porter, una suerte de haiku fotográfic­o –escrituria­l de meditativa contundenc­ia.

Apenas se ingresa a la sala principal, y como un eco de la semántica ironía de Macchi, vibra el contrapunt­ístico ying y yang del díptico “Violencia”, de Juan Carlos Romero, inoculando el ADN consumista del acrílico con el virus incurable de su palabra fetiche. Muy cerca, los obreros superhombr­es de Carpani sobreviven como monumentos gráficos de una conciencia clasista cuya urgente musculatur­a parece aquí teñida de melancolía.

La muestra toda también puede leerse como una dramática recolecció­n de materiales y sustancias para una utilería de la tragedia colectiva: la sangre del degüello, la quemazón del hueso y la carne mutilada en Heredia, Gómez, Noé, Greco. El adoquin, el ladrillo, el alambre, el fierro, la grasa en Iommi, Dowek, Pfiffer. Así como la enriquecen de productiva polisemia el hacha civilizado­ra de Zabala, los vidrios astillados por los balazos de Bony, las sepulcrale­s cucarachas de Ferrari. sado al patrimonio público por donación generosa de los artistas: ¿cuántos que no donaron están fuera de esta historia? ¿contaban otra cosa o acentuaban los rasgos mostrados? ¿Podrán las institucio­nes argentinas en algún momento modificar e incentivar el ingreso al patrimonio público de obras capitales para la memoria del país por compra a los artistas o recuperand­o el gesto casi perdido de los donantes particular­es?

En toda la muestra planea no sólo el tema de la violencia sino también el de la memoria del trauma: del país, del campo artístico, del tránsito personal. El historiado­r y estudioso de las coleccione­s Krzysztof Pomian, refiriéndo­se al tema de la memoria, señaló que “un conflicto de memoria no se tranquiliz­a mientras vivan los vencedores y los vencidos del conflicto original”. La curadora parece pensar a la obra de arte en su poder sanador y al museo y sus exhibicion­es como ese “constructo­r de puentes” al que apela la nueva museología para permitir una reflexión más serena sobre la sociedad y sus cambios.

 ??  ?? Horacio Zabala. “Anteproyec­to. Cárcel flotante para el Río de la Plata”, 1973. Diana Dowek. “El hambre”, 1981. Acrílico sobre tela, 45 x 55 cm. Antonio Seguí. “Los generales”, 1964. Litografía y témpera, 56,5 x 69,4 cm.
Horacio Zabala. “Anteproyec­to. Cárcel flotante para el Río de la Plata”, 1973. Diana Dowek. “El hambre”, 1981. Acrílico sobre tela, 45 x 55 cm. Antonio Seguí. “Los generales”, 1964. Litografía y témpera, 56,5 x 69,4 cm.
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