Una utilería de la tragedia colectiva
De alguna manera, en la percepción del espectador una muestra es como un músculo. Se expande y se contrae a medida que se la recorre. En el caso de
Vencedores y vencidos, ese fenómeno de expansión y contracción tiene que ver, más que nunca, con el movimiento dinámico entre metáfora, elipsis, velado manifiesto o referencia directa e indirecta que Ana María Battistozzi propone para revisar la dicotomía a la que alude el título, revocando la cínica, falsa neutralidad de la frase acuñada por la Libertadora. Más preocupada por la razón que por la reacción, Battistozzi parece haber seleccionado no tanto obras sino hipótesis múltiples de introspección ideológico-poética sobre el irrevocable círculo de muerte, tortura y sangre que persistentemente nos atraviesa como sociedad.
Como preámbulo, en una suerte de antesala que prepara el ingreso a la muestra, la proverbial, quirúrgica inteligencia de Jorge Macchi apela en “Víctima serial”, su ya clásico collage fotográfico, a la típica retórica de las amenazas anónimas –el mensaje delictivo compuesto por “inocentes” palabras recortadas de fuentes diversas– para demoler toda presunción de asepsia en los lenguajes llamados comunicacionales. Enseguida, en el gran espacio que abre la exhibición, Graciela Sacco se impone orquestalmente desde el muro frontal con la instalación “Sombras del sur y del norte”, una espectacular proyección fragmentada de la prototípica escena de revuelta popular callejera, donde cualquier conjetura de identificación epocal pierde sentido frente al imperioso tiempo presente del activismo militante. A la vez, en esa ruptura crítica del campo visual sumada a la paradójica inmaterialidad corpórea de sus protagonistas, Sacco parece aludir a la falible fugacidad coyuntural de la respuesta humana frente a la inexorable marcha de la Historia, lo cual convierte a la pieza en una de las más paradigmáticas de la exposición, junto al extraordinario documento en díptico de la serie La ausen
cia, de Santiago Porter, una suerte de haiku fotográfico –escriturial de meditativa contundencia.
Apenas se ingresa a la sala principal, y como un eco de la semántica ironía de Macchi, vibra el contrapuntístico ying y yang del díptico “Violencia”, de Juan Carlos Romero, inoculando el ADN consumista del acrílico con el virus incurable de su palabra fetiche. Muy cerca, los obreros superhombres de Carpani sobreviven como monumentos gráficos de una conciencia clasista cuya urgente musculatura parece aquí teñida de melancolía.
La muestra toda también puede leerse como una dramática recolección de materiales y sustancias para una utilería de la tragedia colectiva: la sangre del degüello, la quemazón del hueso y la carne mutilada en Heredia, Gómez, Noé, Greco. El adoquin, el ladrillo, el alambre, el fierro, la grasa en Iommi, Dowek, Pfiffer. Así como la enriquecen de productiva polisemia el hacha civilizadora de Zabala, los vidrios astillados por los balazos de Bony, las sepulcrales cucarachas de Ferrari. sado al patrimonio público por donación generosa de los artistas: ¿cuántos que no donaron están fuera de esta historia? ¿contaban otra cosa o acentuaban los rasgos mostrados? ¿Podrán las instituciones argentinas en algún momento modificar e incentivar el ingreso al patrimonio público de obras capitales para la memoria del país por compra a los artistas o recuperando el gesto casi perdido de los donantes particulares?
En toda la muestra planea no sólo el tema de la violencia sino también el de la memoria del trauma: del país, del campo artístico, del tránsito personal. El historiador y estudioso de las colecciones Krzysztof Pomian, refiriéndose al tema de la memoria, señaló que “un conflicto de memoria no se tranquiliza mientras vivan los vencedores y los vencidos del conflicto original”. La curadora parece pensar a la obra de arte en su poder sanador y al museo y sus exhibiciones como ese “constructor de puentes” al que apela la nueva museología para permitir una reflexión más serena sobre la sociedad y sus cambios.