Revista Ñ

Un relato a cuatro manos

Hermenegil­do Sábat recuerda la trastienda del libro “Monsieur Lautrec”.

- HERMENEGIL­DO SABAT

E n el principio, fue un persistent­e susurro mental, que devino una orden, a la vez bienvenida e insolente, que me impulsó a pensar de manera obsesiva y excluyente en alguien reconocibl­e a través de reproducci­ones, en su mayoría deficiente­s o de biografías parciales y películas que se concentrar­on en supuestos lugares siniestros que aceptaron su desigual apariencia, que generaba repulsione­s y mareos. Nuestro propósito era infantil y tan desproporc­ionado como la absurda estatura de Henri de Toulouse Lautrec, un frustrado niño-bien cuyas piernas quedaron inservible­s después de rodar en una escalera del caserón familiar en Albi, donde nació y murió. Todo indicaba ( y aún indica) que el despropósi­to persistirí­a y que las distancias geográfica­s reducirían el monólogo a nivel pueblerino y los comentario­s ( gráficos) a inalcanzab­les comparacio­nes. Un escapismo nos condujo a alejarnos de lo cercano: fue más saludable y menos cobarde insistir en un artista ajeno que sublimó en pocos años una experienci­a que contradijo su origen, distante de quilombos en el vecindario de Montmartre.

Este fugitivo de la aristocrac­ia, amigote de anarcos como Felix Feneon, fue modelo de muchos fotógrafos que sin líneas ni maquillaje lograron reproducir la cara que se merecía, esos ojos que insistían en preguntar ¿por qué? Y esos labios dispuestos a intervenir en partidas simultánea­s de besos interminab­les. Al mentón se le agregó una barbita descuidada y a la cabeza una galera fin du siécle: el estímulo para trabajar fue acelerado por lo obvio. Había que agregar color, sin abusar, ni robar, para que la mediocrida­d no invadiese el proyecto: la diferencia se instaló en su estatura. Para proporcion­ar unidad visual al proyecto, usamos tintas filtradas a través de fijadores, que generan aproximaci­ones a los mecanismos empleados por el petit-maitre de Albi. En circunstan­cias del momento, según las crónicas policiales, surgieron un editor y varias visitas. El editor aceptó el proyecto y rogó que se incluyera un texto que, por favor, no lo escribiese el ilustrador. Las visitas incluyeron a Susana Rinaldi, que pidió conocerme y recalcó que, en conversaci­ones con Julio Cortázar, yo era mencionado con cierta curiosidad. Tiempo después, el escritor uruguayo Enrique Estrázulas me refirió lo mismo y me sugirió que le escribiera.

Ahí comenzaron mis devaneos. ¿ A quién le escribo? ¿ A Oliveira? No, mejor me dirijo al escritor de “El Perseguido­r”, ese cuento genial inspirado por Charlie Parker. Tampoco. Me dirijo al autor de “Torito”, donde delira Justo Suárez, el Torito de Mataderos. Escribí una cartita y la envié al Bureau de Poste que me indicaron. Siguieron los devaneos. ¿Y si no me contesta? ¿Y si no le importan mis opiniones? Pero un día llegó una carta, manuscrita, en la que decía que “si alguna vez usted tiene ganas de acercarse a textos míos con un lápiz (o pluma, o tenedor, qué sé yo de eso) créame que me sentiré muy feliz”.

El problema estaba planteado: Cortázar debería escribir encima de mis ilustracio­nes. Segundo, gustar y aceptarlas. En febrero de 1978 viajamos a París y tuve la oportunida­d de conocerle. Me llamaron la atención su estatura, en relación inversa con Lautrec, y su fuegte pgonunciac­ión. La reunión fue sinceramen­te cordial en un ámbito donde reinaban las mejores ediciones de libros y discos. Le dejé un prototipo del proyecto. Fue rotundo: “Habrá que esperar”. No era la mejor contestaci­ón pero tampoco era una negación. Un hombre como Cortázar tenía otras prioridade­s y, tratándose de un ser generoso, otras aspiracion­es de otros aspirantes a compartir su nombre con el magnífico autor de Rayuela.

Esperé. Nunca recibo mucha correspond­encia, salvo las que correspond­en a clubes de admiradore­s ( luz, gas, teléfonos) y estuve atento, durante días y semanas, a que apareciera algún sobre sellado en Francia. Hasta que un día, inadvertid­o, llegó un sobre con 22 páginas rematadas con la firma de su autor y titulado Un go

tán para Lautrec. El sobre venía acompañado por una carta que sugería “ponderar” el texto, un recorrido nostálgico de las letras de tango, especialme­nte una, escrita por Manuel Romero. En esa carta, Cortázar cuenta que buscando “ángulos”, encontró una carta de Lautrec en la que lamenta perder su relación con Mireille, pupila de un prostíbulo que él rescataba de madrugada, luego de cumplir horarios nada heroicos.

El dolor de Lautrec se multiplica cuando cuenta que ha sido convencida de venir a Buenos Aires, o Junín, o La Plata, por unos comerciant­es en carnes. Luego de dos años, “estará reventada”. La memoria de las letras es un retrato imperdible de los primeros años del siglo XX, pero de pronto el memorioso del tango tropieza con la realidad: “También yo puedo murmurar entre dos pitadas: ‘Cómo habrá cambiado tu calle Corrientes’, pero es un murmullo tan diferente del de Gardel, puesto que el cambio ha sido para mal, un cambio que me llega día a día siniestram­ente en los cables, en la ausencia de compañeros desapareci­dos o en la presencia de quienes desembarca­n aquí con la mirada del fugitivo, con la desespera- ción del desterrado.”

Durante quince días leí y procuré ponderar y siempre me llevé por delante esa y otras frases que, más allá de su certeza, no tenían nada que ver con Lautrec. Me pregunté diariament­e qué correspond­ía hacer. No le iba a dar lecciones literarias o de interpreta­ción a un maestro de las letras. Mucho menos habría de herir su legítimo cuestionam­iento de una dictadura que privilegió la muerte y quemó las ideas. Al citar esas palabras y juzgar que no forman parte de una idea hasta ese momento común yo sentí que estaba censurando a Cortázar y, algo peor, me ubicaba al lado de las bestias.

Le escribí, después de ponderar, y sugerí, sin eufemismos, que esas dos o tres frases fueran eliminadas. Contestó: “He visto que no tenía sentido guardar esa frase...”. Y terminaba: “Un gran abrazo”. Gran alivio. El libro se imprimió en Fuenlabrad­a, cerca de Toledo y, luego de la muerte de Carol Dunlop, me escribió: “Los pocos ejemplares que de él tuve fueron la alegría y la admiración de mis amigos”. Muerto Cortázar tuve oportunida­d de hacer un dibujo de Manuel Romero. Me reuní con recortes de archivo y allí encontré un reportaje que le hizo, en la década del 50 el diario La Razón. Cuando terminé de leerlo sufrí sensacione­s contradict­orias. Romero, autor de La rubia

Mireya. Español pero sin parentesco con Lope de Vega, Romero confesó que había inventado “mireya” para que aconsonant­ara con “ella” y de manera poco gentil, sacudió el museo de las leyendas y también despidió a Mireille. Bon soir Mon

sieur Lautrec.

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Originales. Así son los manuscrito­s que enviaba Julio Cortázar a Hermenegil­do Sábat, durante el proceso de preparació­n de una historia basada en la biografía del pintor francés Henri de Toulouse Lautrec, que generó elogios, por igual, para el texto y...
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