Revista Ñ

La sombra de lo oculto

Lo indecible asoma en un heterogéne­o conjunto de imágenes exhibidas en el Fortabat.

- JULIA VILLARO

Un ojo encuentra una grieta y por allí se filtra para iniciar, desmarcado de cronología­s y categorías históricas y estéticas, un viaje; un recorrido por el arte argentino del siglo XX –desde 1923 hasta 2004– poniendo en foco esa dimensión de extrañeza que muchas obras –con o sin conciencia de sus autores– poseen. Esa es la propuesta de El ojo extendido, la muestra curada por Mercedes Casanegra que puede verse estos días en Fundación Fortabat.

En mutación pendular entre lo bello y lo abyecto, aparece siempre lo extraordin­ario. Al desoír la Historia del Arte nuevas genealogía­s aparecen. Mientras artistas tan disímiles como Rubén Santantoní­n y Víctor Magariños participan de una cofradía que busca pronunciar lo impronunci­able, Alberto Greco y Juan José Cambre señalan casi el mismo misterio. Suerte de virgilios de este descenso a lo recóndito, inician el recorrido por la sala Xul Solar y Roberto Aizemberg, acaso los dos ejemplos más palmarios del encuentro argentino entre el arte y la mística.

Porque en definitiva, de eso se trata extender el ojo. De un ojo, el del artista, que proyecta sus visiones interiores –en algunos casos con tanta urgencia que más que un proyectar es un eyectar– y que se encuentra con otro, el del espectador, que a través de esa visión accede a algo de su propia interiorid­ad: ahí se cierra, si en algún sitio ha de cerrarse, el círculo de la obra. De esta comunión de intimidade­s, no de santos ni de mártires, hablamos cuando hablamos de mística.

La muestra demanda tiempo porque es extensa. Y es extensa porque es amplio el espectro de artistas argentinos que ha bordeado la sombra de lo oculto (acaso el inconscien­te) con su producción plástica. Hay obras más y menos revisitada­s. Ahí están las terrazas de Spilimberg­o y los fotomontaj­es de Grete Stern, relativame­nte presentes, de tanto en tanto, en diversas muestras. Pero también los dibujos a lápiz de Norberto Gómez, pequeños, sencillos, hermosos, lejos de los objetos que lo caracteriz­an como escultor y sin embargo tan próximos al tono de sus esculturas. Las inquietant­es figuras de Miguel Caride –¿huevos? ¿órganos humanos?– tomadas por enredadera­s, a las que no les alcanza haber sido realizadas con una técnica pictórica perfecta para dejar en claro qué son y qué les está sucediendo. Las “Manos” de León Ferrari que –no importa cuántas veces hayamos visto– siempre son capaces de generarnos el mismo estupor –casi horror, diría – desvanecié­ndose abiertas en un abismo de alambres oscuros. Los disparos de Bony en “La luz de Caravaggio” atravesánd­olo todo, tratando de violentar la sombra para que hable –o acaso para espantarla– con las astillas del vidrio roto todavía acumuladas en el borde del marco, porque el disparo es siempre un hecho reciente.

La apuesta de novedad de la muestra no está en cada obra, sino en la atmósfera que construyen entre todas. Algo del extrañamie­nto también se juega en volver a ver con nuevos ojos aquello que pensamos que ya conocemos.

Y en el encuentro con lo desconocid­o de lo ya conocido resulta fundamenta­l la confrontac­ión con otros. Es en este sentido que puede leerse la propuesta de la curadora de realizar pequeñas citas a diversos autores para hablar de cada artista. Hay artistas hablando de otros artistas ( Yuyo Noé haciendo observacio­nes de hermosa poesía sobre Alberto Greco y Martha Peluffo) o sobre sí mismos, como Líbero Baadi y Roberto Aizemberg. Hay curadores y teóricos de arte tan distintos como Jorge Glusberg, Aldo Pellegrini y Laura Malosetti Costa. Hay escritores como Ricardo Piglia hablando sobre Fermín Eguía, Miguel Briante sobre Alberto Heredia, poemas de Hugo Mugica y palabras de Octavio Paz en torno al arte como acto mágico. Hay incluso más de una voz hablando de la misma obra. Entonces no sólo el ojo se extiende. La palabra se funda como una segunda visión de la cual pueden surgir infinitas vistas.

Una de tantas cosas contra las que estalló como un cristal el siglo XX es la concepción del artista como genio portador de un conocimien­to irrevocabl­e. Su camino parece cada vez más íntimo, acaso más ascético. Al menos el de algunos. El ojo extendido se vuelve entonces una suerte de rastreo baqueano por ese derrotero de azares, recordando que si el artista es un pequeño dios, es sólo porque también lo son sus espectador­es.

 ??  ?? Mildred Burton. “Invasión III”, 1980. Técnica mixta sobre hardboard. Antonio Berni. “La siesta y su sueño”, 1932. Oleo sobre tela. 52 x 69 cm. Norberto Gómez. “Arbol”, 2007. Dibujo a lápiz, 60 x 45 cm.
Mildred Burton. “Invasión III”, 1980. Técnica mixta sobre hardboard. Antonio Berni. “La siesta y su sueño”, 1932. Oleo sobre tela. 52 x 69 cm. Norberto Gómez. “Arbol”, 2007. Dibujo a lápiz, 60 x 45 cm.
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