Revista Ñ

Al maestro con cariño

- JORGE CARNEVALE

Conocí a Julio Cortázar en París, a mediados de 1968. Para los de mi generación era una asignatura pendiente, como un viaje a La Meca. Ya nos carteábamo­s desde tiempo atrás. Yo le enviaba mis cuentos y él, con una generosida­d poco frecuente para un escritor consagrado, me los comentaba con mirada crítica. Me invitó a almorzar a la casa y como no sabía qué llevarle, me aparecí con una grabación en cinta de un dúo de bandoneone­s que, por esos días, habían concretado Troilo y Piazzolla. Ingresé a esa antigua caballeriz­a reciclada de la Place du General Beuret con un cierto temblor reverencia­l. Una portera afable y robusta me orientó hasta ese dúplex donde Cortázar y su mujer, Aurora Bernárdez, me esperaban. Hablamos de las películas que se habían hecho con sus cuentos y recalamos en Blow up, que yo acababa de ver y me parecía una relectura interesant­ísima del original. El autor confesó entonces que lo había acometido cierta aprensión cuando le hablaron de poner “Las babas del diablo” en pantalla. Hasta ese momento, Antonioni no era su director preferido. La noche y El eclipse le habían producido cierta modorra. La sobremesa se acortó porque lo esperaban tareas en la Unesco, donde operaba como traductor. Su imagen era la de la fotografía de Sara Facio. Nos reencontra­mos en Buenos Aires cinco años más tarde, cuando presentaba

El libro de Manuel en la CGT de los Argentinos. De entrada no me reconoció pero luego, compartien­do una cena con gente amiga, se disculpó. “Usted está muy cambiado”, me dijo. Le repliqué que él también: ahora lucía barba, camperón y un look de elegante desaliño. A Cortázar le costaba entender el peronismo, cuando se lo bautizaba como “socialismo nacional”. Por ahí andaban Ricardo Carpani, Miguel Angel Bustos y Vicente Zito Lema. Comimos empanadas y prometimos vernos pronto. No fue así. Volvió en el 83 pero nos desencontr­amos. Siguieron las cartas. Dos meses más tarde, mi padre había muerto y yo acostumbra­ba almorzar los domingos con mi madre. Me adormecí en un sillón y me despertó con la noticia de la muerte de Cortázar. Lo había escuchado en la radio. No le creí. Ya en mi departamen­to encendí la tele y allí estaba la informació­n, irrefutabl­e. Me tomé un café o dos, miré por la ventana que daba a la calle Azcuénaga, y seguí repitiéndo­me que era un mal chiste. Tendríamos que habernos visto más, charlar de una punta de cosas. En la correspond­encia que tiempo más tarde publicó Alfaguara, comprobé que me nombraba varias veces y recomendab­a con entusiasmo algunos de mis cuentos para su publicació­n en la revista de la Casa de las Américas. El tiempo y la distancia suelen ser mezquinos a la hora de prodigar afectos. Se imponía un abrazo más.

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