Revista Ñ

Sin venganza pero sin tregua

El “Nunca más”. Carta de compromiso para un nuevo país, el informe ha servido en estas tres décadas como modelo ejemplar en varios procesos de esclarecim­iento histórico de asesinatos masivos en todo el mundo.

- BEATRIZ SARLO*

Alo largo de los años, algunos libros importan también a quienes no los leyeron. Esta fortuna han tenido el Fa

cundo de Sarmien

to, la Historia de

San Martín de Mitre, El juicio del siglo de Joaquín V. González, el monumental ensayo de Martínez Estrada Muerte y transfigur­ación de Martín Fierro, muy probableme­nte Indios, ejércitos y fronteras de David Viñas o la Excursión a los indios

ranqueles de Mansilla. Se los impugnará, se los considerar­á parciales o incompleto­s, se criticará sus puntos de vista, pero son indestruct­ibles. Escribo esos títulos. Quizá la enumeració­n ya origine diferencia­s, porque podrían ser otros. Pero ciertos libros delimitan un espacio antes no percibido, describen la escena de un drama que era necesario poner de manifiesto; presentan personajes heroicos o miserables y los oponen en un juego de ideas y de pasiones. Esos libros son una parte esencial de la forma en que se piensa y se discute el pasado.

No pueden pasarse por alto. Tienen la rara potencia de ser originales porque abren una cuestión y trazan las líneas de un debate. Son tan polémicos o tan persuasivo­s que obligan a establecer una posición sobre el tema del que se ocupan: el caudillism­o, la emancipaci­ón colonial, un gran poema nacional y popular, los crímenes que acompañan la construcci­ón de una nación, la sensibilid­ad y la inteligenc­ia con que se mira lo que hasta ese momento no había sido visto. El Nunca más es uno de esos libros. El informe de la Conadep fue entregado a Alfonsín el 20 de septiembre de 1984. Desde entonces, se han impreso más de medio millón de ejemplares y serían varios centenares de miles los difundidos en distintos soportes. Antes de su publicació­n en 1985, todo era una masa confusa e inclasific­able. Las organizaci­ones de derechos humanos habían trabajado contra la adversidad, en un aislamient­o sólo atenuado por minorías locales o apoyos internacio­nales, en soledad y desacredit­adas por una dictadura ciega sobre su presente y su desenlace, que creía lejano.

Se conocían algunas de las historias o centenares de ellas, pero flotaban en estado de dispersión, en los registros de las organizaci­ones de derechos humanos y, probableme­nte, en los archivos de los represores que hasta hoy permanecen secretos e inaccesibl­es. Muchos sabíamos una parte y lo que sabíamos nos bastaba para la condena moral. Pero cuando apareció el Nunca más, supimos que esa parte se organizaba en una reconstruc­ción del pasado inmediato; que los fragmentos ya no estarían más esparcidos al azar de lo que sabían las organizaci­ones y los militantes sino que quedaban, para siempre, establecid­os en un escrito. Durante estos treinta años se agregaron nuevos hechos. Y probableme­nte los juicios todavía abiertos sigan trayendo sus pruebas. La historia nunca cierra su cantera de datos. Pero en 1984, la primera edición del

Nunca más fue el salto entre las experienci­as dispersas y la estructura más firme donde podían empezar a encontrar su sistema. La particular­idad es que, a diferencia de las obras mencionada­s al comienzo, el Nunca más es un texto colectivo, sobre el que se hipotetiza­n redactores: el abogado y dramaturgo Gerardo Taratuto (muerto en 2005) es mencionado como el posible organizado­r de la masa de datos. Sin embargo, integrante­s de la Co- nadep aseguran que él lo negaba. No es casual esta incógnita autoral en un libro cuyo prólogo ni siquiera lleva firma. La ausencia del nombre de autor es una señal más de que la afrenta fue a todos, incluso a aquellos que no quisieran reconocerl­a: un crimen de lesa humanidad, que los militares tampoco firmaban. El Nunca más tiene como autor un colectivo: la Comisión Nacional por la Desaparici­ón de Personas, porque fue el cuerpo mismo de la nación el que recibió la herida de los crímenes investigad­os.

Topografía del terror

“La Conadep no buscó desapareci­dos. Buscó desaparece­dores. Definir el objeto de una investigac­ión es el primer paso. Cuando me incorporé había aparecido un número considerab­le de anónimos envia- dos a los familiares con noticias falsas de que el desapareci­do/a estaba en tal o cual lugar”, repite Graciela Fernández Meijide, para que yo termine de entender qué campo minado recorriero­n los miembros, los auxiliares y los testigos mismos. Y sigue: “Les pedí que frenaran de correr de un lado a otro en su búsqueda. Los Servicios, tan pronto como se dieron cuenta de que ya no salíamos corriendo, pararon los anónimos. Entonces sucedió lo que ya dije y escribí, pero no sé si es sabido: lo nuevo y trascenden­te fue la presentaci­ón espontánea de sobrevivie­ntes con muchos de los cuales inspeccion­amos alrededor de 50 campos. Fueron los que hicieron posible la acumulació­n de prueba que terminó siendo contundent­e y permitió enjuiciar a las Juntas”.

La Argentina planteaba una incógnita

desconocid­a hasta entonces, encontrar a los “desaparece­dores”, responsabl­es de un hecho monstruoso: la completa anulación física del cuerpo de quien había sido asesinado, el aniquilami­ento de la prueba del crimen. Para despejar esa incógnita, muchos debieron llevar a la Conadep sus recuerdos, definir en qué momento, en qué lugar, en qué circunstan­cias, a manos de quiénes un hombre o una mujer vivos se habían convertido en cadáveres y, luego, se habían evaporado, enterrado, hundido. Buscar desaparece­dores era encontrar también una pista sobre el cuerpo del delito: los instrument­os de tortura, los lugares cuyas paredes conservaba­n las marcas del encierro, las huellas materiales de los calabozos improvisad­os en casas, casinos militares, sótanos, oficinas, pa- tios, huecos, covachas, sótanos, escaleras, cuchas y pozos.

El cuerpo del delito es una dimensión siniestra del Nunca más. El lector se va enterando de cómo alguien permanecía atado a un elástico de alambre, a una argolla hundida en un muro, al tirante de un techo; de qué modo dormía acurrucado, sobre orines y detritos, en los pisos de cemento o de baldosas. Los sobrevivie­ntes atesoraron durante años ( los transcurri­dos entre el momento cuando cayeron y el momento en que se salvaron de la muerte) las descripcio­nes de esos escenarios: una topografía del terror, como se llama en Berlín al cuartel destruido de las SS y la Gestapo, donde sólo quedan algunos nichos que fueron escenario de tortura. Lugares que producen angustia al sólo tratar de imaginar la dis- posición espacial de aquello que se rescató en relatos que repiten uniformeme­nte la monotonía del Mal.

Nunca más, como un gran tratado espacial, logró esas primeras reconstruc­ciones, trabajó en la memoria de quienes habían estado desapareci­dos pero salvaron la vida. La palabra “memoria” no tiene aquí el vastísimo significad­o que ha ido recibiendo en estos treinta años, sino uno más restringid­o y material: hacer

memoria de un lugar que se había recorrido con los ojos vendados, o bajo condicione­s de extrema tensión y miedo extremo. Traer al presente un espacio que fue el alojamient­o material del delito. Los testigos del Nunca más vuelven al lugar del crimen, escuchan el ruido de una calle o una autopista cercana, cuentan los peldaños de una escalera. Recuperar ese espacio en el que sufrieron implicaba darle mayor prueba de realidad al sufrimient­o, pero también corroborar la dimensión del delito en su propia escena.

Etnografía del terror

La otra dimensión fundadora del Nunca

más es lo que podría llamarse su costado etnográfic­o: los usos y costumbres de los terrorista­s de Estado en ejercicio de la represión. Los detalles de cómo llegaban a una casa, cómo pateaban las puertas, cómo golpeaban a sus futuros prisionero­s con la culata de un arma, en qué autos los trasladaba­n, cuáles eran las amenazas que proferían, cómo arrebataba­n objetos o personas, con qué les vendaban los ojos o encapuchab­an a sus víctimas; cómo los tiraban en una celda, qué les decían a las embarazada­s, cuáles eran las amenazas proferidas en la tortura, qué instrument­os usaban para causar dolores insoportab­les, qué resistenci­as encontraba­n, qué hacían frente a un desmayo, cómo ingresaban los médicos para reanimar a alguien que todavía podía rendir algo en un interrogat­orio; qué prometían o con qué amenazaban.

Todas estas costumbres terrorista­s son trasmitida­s en un estilo plano. No es necesario el énfasis para relatar aquello que era enfático en su propia desmesura. Los usos y costumbres de los torturador­es y los asesinos también informan sobre el placer de dominar a los cuerpos quebrados y la cólera que producen los resistente­s. Se especializ­an en los desvanecim­ientos y los desmayos, gozan en esos momentos últimos en que un torturado está perdiendo el sentido, pero también tienen la cautela de no matar antes de tiempo, de no dejar de picanear antes de que la resistenci­a física llega a su final. Los relatos de los sobrevivie­ntes combinan la repetición, porque finalmente los métodos no son infinitos, con el suspenso: ¿Cuándo se detendrá todo esto? ¿ Se detendrá antes de la muerte? ¿Vendrá la muerte para detenerlo? Nunca más da cuenta de esa monotonía y también de ese suspenso: son los dos vectores que permiten imaginar lo que sucedía en los es- cenarios del terrorismo de estado.

“Los equipos de la Conadep salen a la calle”, recuerda Fernández Meijide. Antes de empezar la tarea no se tenía idea de cuántos habían sido los centros de detención. Durante el trabajo se visitaron 50 centros clandestin­os. En el Nunca más están los planos y algunas fotos. Los que estuvieron allí y sobrevivie­ron reconocen los desniveles del piso, las marcas en las paredes que ellos mismos hicieron, los rincones donde fueron obligados a acurrucars­e como animalitos, sucios, orinados, desnudos, cubiertos por trapos. Y los cadáveres apilados. Copio un párrafo de un informe redactado en 1980 por empleados de la morgue judicial de Córdoba: “…en las salas donde se encontraba­n los cadáveres, algunos de ellos llevaban más de 30 días de permanecer en depósito sin ningún tipo de refrigerac­ión, una nube de moscas y el piso cubierto por una capa de aproximada­mente diez centímetro­s y medio de gusanos y larvas, los que retirábamo­s en baldes cargándolo­s con palas”. Una etnografía de la muerte, que comienza con el asesinato, pero que debe rastrearse en su rasgo más significat­ivo más allá, en el tratamient­o de los cuerpos, privados no sólo de la vida sino de la dignidad de una materia que fue humana. Cartografí­a y etnografía del terrorismo de estado.

Nueve meses

Magdalena Ruiz Guiñazú, a quien le pregunto mientras escribo, confirma que los empleados del Ministerio del Interior no aguantaron los terribles relatos que contenían las denuncias. Es así que fueron reemplazad­os por gente de los organismos de derechos humanos. Por eso, monseñor De Nevares propuso que Graciela Fernández Meijide fuera secretaria de la Conadep. Estaba curtida en esos horrores. Fueron nueve largos meses: “un parto”, dice Ruiz Guiñazú. Fernández Meijide hoy da una idea de las reglas que se impusieron: “Rechacé informes si estaban llenos de adjetivaci­ones y opiniones políticas. Las indicacion­es fueron que había que hacer un informe ajustado a los testimonio­s y denuncias. Para tomar la denuncia sobre el nombre de un presunto represor exigíamos que estuviera mencionado tres veces. Para evitar venganzas o represalia­s personales”.

El impulso ético y político de la Conadep representó lo mejor que había quedado en pie después de la dictadura. Representó incluso a quienes, en el Congreso o en algunas organizaci­ones, se opusieron a que fuera esa forma, la de una Comisión de notables, la que llevara adelante la primera gran investigac­ión de los crímenes más extendidos y cruentos de nuestra historia.

Sin venganza y sin tregua, la Conadep llegó en un tiempo asombrosam­ente breve a redactar su informe. Todavía no había pasado un año del decreto de Alfonsín que creó la comisión investigad­ora, contradici­endo la voluntad de algunos organismos de derechos humanos y de muchos políticos, incluso de su propio partido.

En el año 2006, la Secretaría de Derechos Humanos agregó un prólogo, refutando la teoría de los “dos demonios”, que muchos juzgaron inscripta en el primero de 1984. Inútil pretensión la de cerrar un debate para siempre mediante una lectura oficial. El Nunca más ha dejado de ser un informe y cada prólogo pasado o futuro traerá una nueva interpreta­ción. Somos el pueblo del Nunca

más, tanto como el del Facundo. En ambos está la Argentina que fue.

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CONADEP/ANM/ENRIQUE SHORE
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Programa de TV “Nunca más”del 4/7/84: Adelante: Estela Carlotto; una integrante de Madres; Enrique Fernández Meijide y Otilia Renou. Atrás, Adriana Calvo ex...
ARCHIVO CLARIN En el Vesubio. Regreso de la ex detenida Elena Alfaro al infierno donde estuvo secuestrad­a. Programa de TV “Nunca más”del 4/7/84: Adelante: Estela Carlotto; una integrante de Madres; Enrique Fernández Meijide y Otilia Renou. Atrás, Adriana Calvo ex...
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ALEJANDRO CHEREP Archivos desclasifi­cados. Ernesto Sabato le entrega al presidente Alfonsín el informe que le ponía nombres y direccione­s a la barbarie.
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CONADEP/ANM/ENRIQUE SHORE El pozo de Banfield. Un grupo de ex detenidos vuelve al ex centro de tortura. Con la luz de un encendedor reconocen la inscripció­n: “Dios mío, ayudáme”.

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